Por Jacobo Jurado.
Tantas cosas para conquistar en el mundo y yo solo me encuentro rey de un palacio sin puertas, pero con muchas ventanas. Se siente como un refugio pequeño donde suenan pisadas de unos gigantes que van y vienen, que abandonan el lugar cruzando por una salida vigorosa que para mí es imposible de encontrar.
El refugio está cerrado con rejas humanas que se miran con ojos de maldad y a mí me observan burlonas, señalando con un dedo índice odioso que refunfuña y canta con voces despectivas. Están siempre ahí. Las rejas se mueven rodeando el palacio. A veces entran y salen indiferentes, sin un adiós. Se les ve más vivas que a mí cuerpo, como si recién hubieran bebido una cerveza. Ellas no mueren y, como bien dijo Gonzalo Arango, sin muerte no hay resurrección.
El palacio está atiborrado de nombres conocidos. Habitan besos y viven voces. Viven mal y beben bien. Sus compañías son impalpables y sus palabras cada día son menos claras. Hay bufones burlones que hacen estruendos con la condena de esta cárcel. Los fantasmas que aquí habitan solo fuman un cigarrillo tranquilos cuando voy a los bares. Al día siguiente, cuando los tragos me cobran, los fantasmas invaden hasta la esquina más recóndita dejando un hilo estridente de ecos.
Pero el palacio no está lleno de invasores infames. En las habitaciones del segundo piso hay héroes de racamandaca que logran fundir las llamas grises de los fantasmas y las rejas. Sus armas son palabras y sus balas, disparadas al recluso, son pomadas.
El lugar es un ave interior que ha volado por momentos personales y necesariamente incógnitos. Pero la conciencia es un juez severo que los mira con asco y les corta sus alas. Con torpeza los oculta, con mentiras los baña y con engaño los cubre.
Mi palacio es mi mente, el pasado es mi cárcel, mis amantes son mis carcelarias y las visitas que no vienen los domingos. La palabra es un delito y la condena mis recuerdos.

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