Para S.E.P.
S. cree que su perfil coincide con el de un asesino en serie. En el fondo yo creo igual, pero intento disuadirlo discretamente de semejante idea tan… Hace unos días se metió a caminar por Chapinero y se encontró con el hampón de la zona. Se sentaron a hablar y el tipo le contó no sé qué cosas sobre la vida de la calle. ¿Qué diablos andaría haciendo S. por allá? ¿Cómo resulta uno caminando por esa zona de esta ciudad a ciertas horas si no es buscándose uno mismo el quiebre?
Es el mismo Chapinero denso en el que nos conocimos en el año 91.
El Chapinero con el que me encuentro al salir de uno de esos lúgubres y sospechosos locales donde se hacen exámenes médicos laborales, hoy, décadas después, girando en la esquina de la cincuenta y algo debajo de la Caracas, sigue oliendo a muerto tras muerto tras muerto, muertos de hace cuatro generaciones y muertos de hoy, fresquitos. Los primeros, como me los imagino yo, velados por allá en los cincuentas en pomposos pero discretos funerales de la clase media y, los otros, los de ahora, en las modestas y frías funerarias del Teusaquillo de hoy.
El barrio huele, a veces más a veces menos, a fiesta sobre fiesta sobre fiesta. Décadas atrás, eran las fiestas espléndidamente bien servidas y atendidas con los modales de la gente bien de la Bogotá de los cincuenta, y las de hoy en cambio, fiestas descerebradas, sucias, auspiciadas seguramente por los jíbaros de la olla de la sesenta, y unos cuantos adictos recalcitrantes y viejos ya, con los nietos y bisnietos de las mismas familias hoy venidas a menos, esas familias conformadas por los idos del barrio que buscan el purificador olor a nuevo del norte de una ciudad que se expandió en un par de saltos, como un virus que se reproduce visto bajo el microscopio, como las películas.
Chapinero huele a tejas húmedas y podridas también, pobladas de plantas de esas que crecen en el frío, de esas que, por entre las rendijas mohosas de los ladrillos rojos ya opacos, sacan unas cuantas hojitas salvajes al sol grisáseo, huele a recovecos antiguos convertidos en triángulos de las Bermudas de prostitución de todo calibre, a vidrios que fueron rotos a punta de pedradas para que algún desesperado lograra escabullirse por entre las casas abandonadas para echarse un fuá o un bazuquito. Huele a tablones desprendidos del suelo, podridos y carcomidos por la mugre, sobre los cuales se brindaron espléndidas y bien cuidadas atenciones a ilustres invitados en pisos en los que hoy deambula la invencible y oscura plaga de las cucarachas que, ocultas y amenazantes, ostentan el título tomado de propietarias de los bienes raíces de los que alguna vez fueron prósperos ciudadanos de la capital.
Pero también huele a jardines enmarañados y brumosos de florecitas pálidas y renegadas que crecen pese a los soles y lluvias de la ciudad, en jardines en donde alguna vez, la amorosa abuela de alguien que hoy deambula desdentado por las calles de este barrio, leyó cartas de amor y sembró rosas y crió hijos trabajadores que luego migraron al norte de Bogotá, y al mismo tiempo vieron quedarse a nietos vividores que aún se paran por ahí a fumarse un pucho en cualquier esquina. Los recovecos de Chapinero huelen a caca de perro, como buena parte del que hoy ya es parte del centro de Bogotá, olores que vienen de la época de las caminatas de colegio improvisadas en tardes grises, con hambre, buscando a ver dónde nos metíamos. Huele a troncal de la Caracas y humareda pegajosa de bus destartalado y polvo pegado a las ventanas, a fruterías de aromas decadentes, a almojábana agria, a frutas sobre-expuestas al sol, ácidas, a billares “El Faraón”, y a ñeros de “buenos colegios” expulsados de sus contextos acomodados, y recogidos en estos galpones con licencia del Ministerio de Educación, antros de vidrios pintados a brochazo limpio y descuidado, de color blancuzco, un poco como los manicomios o, mejor, como las ventanas opacas de los puteaderos contiguos al que fue nuestro colegio en los noventas.
En nuestra época, S. está de acuerdo conmigo, estar frito en Chapinero era muy cool y era verdaderamente difícil, un oficio esforzado en realidad; tendríamos entre 15 y 17, creo yo. La gente frita no venía en containers como ahora, que basta con elegir entre un océano de profiles y consumos y someterse eufóricamente a ciertos conceptos estandarizados y al final de cuentas seguros. La gente frita de los noventas aún se hacía en esas y otras calles de Bogotá, tratando de rastrearle la pista a consumos remotos que no fluían tan en la superficie, pero tampoco en el fondo de los fondos de los fondos.
Por aquella época había que saltar muchas alcantarillas recorriendo Chapinero para conseguir alguito de emoción adolescente, tratando de identificar a alguno más frito que todos, del mismo colegio o de otro parecido… el típico pelado cuyo primo viajó a USA y trajo alguna vaina nueva: “Desintegration” de The Cure, “Bleach” de Nirvana, o alguna grabación mala de Pavement, de Sonic Youth o alguna de esas bandas de esa estética extraña. Así nos conocimos con S.
En nuestra época no se publicaban extractos de frases de Bukowski o Kerouac en Instagram, y esos libritos de colores de Anagrama, hoy tan populares, cuyas recargadas traducciones españolas no podían resultar más fuera de tono, eran la única salvación ante la desafortunada insistencia de los novatos y mal pagos profesores de literatura del colegio en meternos por los ojos a los costumbristas latinoamericanos como Rulfo, por ejemplo, que nos producía la sensación de sentirnos enclaustrados: viviendo a través de esa escritura una moralmente forzada nostalgia rural, pero viviendo en realidad en un contexto urbano que poco correspondía ya con esas imágenes de laboriosidad resignada y devota del campo.
Hoy a los casi cuarenta y punta, S. y yo hacemos yoga. En realidad, ambos decimos vergonzosamente “dizque yoga”, como justificándonos por ser tan culos y, ahora que lo digo, se me ocurre que ese debería ser un tipo o género de yoga: el de los que nos sentimos miserables con la nueva era, pero nos arregla un poco la espalda y nos ayuda a respirar. Yoga por pura y física política de supervivencia, necesitando estirar los entumidos músculos agotados y despercudir la mente rayada. Ambos tomamos una que otra medida médica para contener esta nueva fritera de los tiempos que nos tocan ahora, menos percudidos que las calles por entre las cuales vivimos la adolescencia, pero poco a poco más sumidos en cierta valiente languidez parecida a la de las florecitas de los jardines del barrio.
Cuando S. y yo hablamos, aparecen en el menú las mismas miserias cotidianas y alegrías microscópicas que llenan la vida de cierta terca lentitud y que hace que los años pasen y a la vez no pasen entre los dos. La vida cambió, compartimos música de otra forma y hoy él se ha leído todo lo que uno quisiera haber tenido la suerte de leer, y es profesor de un colegio de niñas bien. Yo apenas escribo estas cosas y me encojo de terror ante la idea de que me lea y vomite, él que sí escribe en serio y que encima dedica una vida enteramente santa a la lectura despiadada de todo lo que queda de venerable en este mundo.
En las épocas de lluvia, los olores de Chapinero aún me erizan la piel porque despiertan las sensaciones de principios de los noventas que me tocaron con S., las rodillas heladas por el frío del uniforme de falda roja, el ladrón pisteando esquinas, las putas saliendo a desayunar tempranito, la hora Gaviria para llegar al colegio temblando de frío y medio oscuro, y las goteras de la vieja y pésimamente adecuada casa del colegio L.F.B. en donde nos cruzamos varios fantasmas, de los cuales no todos han tenido que arrastrarse la vida entera tratando de desenmarañar su locura o de clausurarla de alguna forma. Chapinero hoy se resquebraja, mientras, de la destrucción y la nostalgia, surge de nuevo la vida, la valorización, la gentrificación, buses nuevos, gente riendo, nuevos olores que me hacen querer un poco refundirme de nuevo por las calles marchitas de otras épocas.
Domesticación es el arte de continuar caminando hacia adelante y de no asegurarse con intención una vida repleta de errores fatales que en el momento parecen muy cool y luego se pagan con años de achaques, médicos, prescripciones, ¿cierto S.?
“Toda una vida”, dice S. por el chat cuando hablamos de los dos, “…y la síntesis de ella”, agrego yo. “Nos veremos pronto y saldremos corriendo después, mejor así”, dice él y se calla. Es posible, pienso yo, pero nunca ha sido ni es posible acabar tan lejos cuando hay un cordón que nos ha unido desde hace tanto. Es el cordón rojo aquel de la película de Takeshi Kitano solo que ni S. ni yo bailamos tan armoniosamente, ni la dirección de fotografía de la película de nuestra vida merecería mayores reconocimientos. La luz que le tocó a la película de nuestras vidas, o con la que escogimos románticamente iluminar la memoria brumosa de esa época, es como la de esas carátulas de la discografía grunge: opaca, sin efecto, luz de pavimento duro, como la luz intermitente y amarillenta de Chapinero el bajo, el maloliente barrio que al final no lo es tanto. Esa luz que tanto nos atraía por allá en esos años y que no nos va a dejar desaparecer del encuadre, porque eso pasa con los años: uno arrastra las hilachas de luz de sus épocas de “antes”.
S. tenía la costumbre de enrollarse el corto y crespo pelo rubio con los dedos mientras con la otra mano tenía un libro abierto y se reía solo, y nos miraba con sospecha, sorna, burla, y más risa, risa de loco, ese loco que no cuenta lo que realmente está pensando porque piensa tan rápido que cada instante piensa algo distinto y no es posible pedirle estabilidad a un flujo iluminado y errático como el de su palabra. Gracias a S. escribo y leo fragmentariamente desde mi adolescencia, antes más y ahora menos, y solo cuando la sangre corre a mil.
Además de todo, gracias a S. me perdí en la escritura automática de los beatniks y en las descripciones perfectas y presuntuosas de Proust, y años después encontré una corrosiva profundidad en el pragmatismo melancólico de Lee Masters. Cuando se lo digo S. no se lo cree y actúa modesto, baja la mirada y dice “nooo, nada….”, y luego me agradece por conversarle en estos tiempos en que los días se nos han vuelto reticentes al movimiento y en los que nos arrastramos temerosos, pegaditos al frágil suelo que nos sostiene a medias para no terminar mareados cayendo al piso una vez más…
Difícil pensar en lo que eso significa, cuando antes la agilidad en el rebusque del poquito de adrenalina diaria en el barrio había sido fe y destino de nuestra juventud. S. dice que hoy solo quiere a su perra, a su hermana y a mí, y claro, a su amor aquel que lo pone a querer y no querer, a estar y a desaparecer y a querer morirse de vez en cuando. Eso dice él. Yo siento que soy más bien un buen recuerdo y un presente tenue para él, y su segunda hermana también, de eso sí estoy segura.
Las frases inconclusas, las ideas fragmentadas, los puntos suspensivos… las referencias a este y otro autor, la poesía, las canciones de las que ya no salimos más, todo, todo eso nos indica que desde 1990 nos estamos yendo cuesta abajo, porque es la inevitable fuerza gravitacional de la vida, “envejezcamos juntos Astridsilla” me dice, “vamos al bosque”. Aún con el breve tiempo que nos queda, intentando llevar decorosamente la luz de esos años de Chapinero disimulada entre las grietas de las máscaras que a ambos nos pesan, S. creemos juntos, como Billy Corgan “in the resolute urgency of now”.
Imagen de julianpinzontorres en Pixabay
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Otras publicaciones del especial sobre el Pasado:
Curandera, por María Alejandra Acosta.
Mi tía Neyla, por Diomedes Acosta.
La vida que hice, por Gabriel Santamaría.
Sin tiempo, por Daniel Muriel.
Hoy no fui, mañana sí, por Diego León.
18 años de conocernos y reconocernos, por Carolina Serrano
La condena, por Jacobo Jurado.