Curandera

Siempre fui una mujer con ganas de querer y de curar a los otros. Simultáneamente o casi promiscua, pero de una dedicación absoluta en el amor. En los lugares donde me he sentido querida y me han dado ganas de querer, he sido más insistente, intensa. 

Recuerdo a mis amantes con el sentimiento de protección que me produjeron desde el primer día. Tengo una debilidad por las manos, por mirarlas e imaginarme las historias más tristes, a veces derivadas de nuestras conversaciones (porque lo cierto es que mis amantes, casi todos, pasaban por sus peores momentos cuando me encontraron), a veces historias creadas por mí como necesitando la excusa de “yo te voy a curar”. No te curé nada. Te abrí otra herida, quizá más pequeña, porque la verdad es que mi amor jamás se compara con el amor de otras. Las amantes de mis amantes, esas sí son mujeres, diosas, poderosas, que todo lo pueden y todo lo curan y todo lo hieren. Yo, en cambio, soy de las que lamen heridas. Hace mucho tiempo escribí un cuento en el que dos desconocidos se entregaban los corazones para que el otro se lo cuidara. Así, quizá, me imaginaba que funcionaba el amor después de tener el corazón roto: como un trato con otra persona que, habiendo sufrido el mismo dolor, se encargaba de cuidar el corazón del otro como si fuera suyo. 

La verdad es que fallamos. Ni tú me cuidaste ni yo te cuidé. Debí decirte cómo era que funcionaba esto. No debimos esperar tanto. Y entonces nos devolvíamos los corazones arrugados, empequeñecidos, secos como uva pasa. Y luego se iba cada uno con su corazón prometiéndose nunca, jamás, entregárselo a alguien. Cómo nos dolió. Nadie lo sabe, todos lo saben. ¿Por qué nos costó tanto querernos? 

En eso se me fue la juventud (ya estoy oyendo a mis contemporáneos decirme que estoy joven, y sí, soy más joven que una persona de 50 años, pero no soy joven como era), paseando las caderas por cualquier lugar viendo a ver quién quería cuidarme como yo a él. Resulta muy triste pensar que la mayoría de las veces nadie está dispuesto a cuidarlo a uno por más de una noche. Pero qué más da cuando uno está joven. En esas, un golpe de suerte nos toca, y tú me cuidas como yo te cuido, por toda la vida. Por esta semana. Por la que viene, y por la que vendrá después. Yo, en cambio, te prometía cuidarte hoy, siempre hoy, como si el futuro no existiera, porque el temor de no verte mañana me dañaba el aura. Y entonces nos reclamábamos cuestiones de tiempo y forma que ahora no tienen importancia. Qué estúpida es la juventud… qué acelerada. 

Después, viéndome así de reojo por el espejo retrovisor (una metáfora muy adecuada para aquellos que no saben manejar, como yo), me veo más bien simplecita, pero no muy débil. La labor de curandera me dio fuerza suficiente para irme cuando ya no era necesaria. Cuando empezaba a sobrar, cuando la herida estaba sanada, “sana que sana colita de rana, que si no sana hoy, sanará mañana”, y ya es mañana y está limpia, sana, renovada, y yo me voy porque no tengo nada que curar. Y así, un día aquí, un día allá. Pero lo nuestro, lo nuestro fue distinto. Yo te curé, tú me curaste, nos cuidamos. Nos quisimos. Se nos olvidó la herida. Hicimos un pacto que duró todos los días mientras lo mantuvimos. El amor, como lo habíamos vivido se transformó. En esas nos cambió también. Nos dio calor, nos dio comida deliciosa. Nos dejó sabernos queridos, no solo rescatados. Nos dejó jugar, inventar palabras y canciones. Gracias, te digo ahora, aunque antes parecía muy malagradecida. Lo mío nunca fue desagradecimiento, siempre fue y será gratitud.

Ilustración por Isabela Acosta

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