No podía creer que eso había pasado. Fue como si en un segundo la hubieran hecho replantearse todas las decisiones que había tomado desde que comenzó a tomar decisiones por sí misma.
Al replantearse su vida, ésta, en la que estaba ahora, pensó que quizás nunca se tendría que haber ido. ¿Será que tenían razón? Era posible. Quizás su destino no era el que había elegido. Quizás tenía que estar agradecida que finalmente alguien se lo había hecho ver.
Hacía 13 años que vivía afuera, y sí, no había estado presente en muchos momentos importantes. Matrimonios, cumpleaños e inclusive nacimientos donde “tendría” que haber estado, ella no estuvo. Es real que mucha culpa de todo eso aún la carga como un bolso del doble de su tamaño justo arriba de sus hombros, pero hasta ese día estaba tranquila porque había sido su elección. Pensaba que había logrado compensar su ausencia cada vez que había vuelto. Pensaba que, de alguna manera, al irradiar su amor desde lejos, lograba reunirlos a todos para hacerlo físico cuando estuviera cerca. Pensaba que, al final, todos los espíritus lograban alimentarse de algo positivo y único cada vez que eso ocurría.
Con el tiempo se había convencido de que, a la distancia, también podía estar presente, a veces mucho más presente que los que estaban allí físicamente. Eso le ayudó a evolucionar en su forma de amar. Confiaba en que, de alguna forma mágica, de a momentos había incluso logrado multiplicarse.
Sin embargo, no. Nada eso era real y ahora lo entendía perfectamente. Todo gracias a que eso había pasado.
Dos o tres palabras que habían dado justo en el talón de Aquiles, y ahora no había forma de que le hicieran sacarse de la cabeza que quizás había estado equivocada toda su vida. O desde que se había ido. Se dio cuenta de que todas las veces que sintió que estaba donde tenía que estar, en realidad no era cierto. Que cuando se había sentido bien se tendría que haber sentido mal, y cuando se había sentido mal había sido su culpa.
Pero, a decir verdad, su ausencia en algunos de esos acontecimientos obligados ni siquiera le habían dolido. Repasó todo lo que había vivido, la gente que había conocido y las oportunidades que creó sola y para sí misma. Sintió orgullo por haber elegido el camino difícil. Por haber desafiado a su inestable forma de ser para crear una persona más íntegra, conocedora, abierta y comprensiva. Amó en quien se había convertido, alguien que probablemente nunca habría podido construir si todo se hubiese dado de otra manera. Abrazó cada paso certero y desacertado, porque tanto unos como otros la habían vuelto esa persona. Se sintió volcánica, lúcida y desafiante.
Y así fue que dejó de mirar el pasado. Se sacó la espina del talón y descartó la idea de que el pecado había sido querer demasiado.
Reaccionó. Alargó su espalda hasta que su pelo tocó el cielo. Miró el presente al mismo tiempo en que cerró la página. Y rió, porque, detenida en el presente, mirando al futuro, se dio cuenta de que el pasado se respeta, pero lo que siguió es digno de una proeza y lo que viene no es más que el triunfo hecho materia.
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