Aprender a escuchar y jugar con el sonido

Por Óscar Iván Pérez H. / Instagram: @oscarivanperezh.

Villavicencio, Meta

Los podcasts han despertado en mí un sentido que tenía dormido. Un sentido que utilizaba para entender el mundo, pero no para apreciar su belleza y complejidad. Desde que me obsesioné con los podcasts he aprendido a escuchar el entorno que me rodea en vez de solo verlo (y probarlo y olerlo y tocarlo, en el mejor de los casos). Ahora camino por las calles de pueblos y ciudades tratando de identificar los sonidos que las hacen únicas y me adentro en la naturaleza para apreciar las sinfonías que componen los cantos de las aves, el chirriar de los insectos y el correr de las aguas de un río. Desde que escucho podcasts siento que abrí un canal que me conecta profundamente con la gente, las creaciones humanas y el entorno natural que me rodea.

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A la radio nunca llegué. Y al podcast llegué tarde. Nunca fui oyente de radio quizás porque mi oído no sabía concentrase en un discurso sin apoyos visuales y el medio siempre me pareció demasiado alargado, improvisado y atestado de acciones de relleno. Al podcast llegué hace poco porque no sabía que existía ni que éramos espíritus compatibles.

Fue Diego León –uno de los peces– quien primero me habló de los podcasts. “¿Los qué?”, le dije. “Podcasts”. Nunca antes había escuchado esa palabra. No recuerdo cómo los definió ni con qué palabras los describió, pero sí que logró capturar mi interés. Ese día me habló de Radio Ambulante y me envió por WhatsApp un episodio que nunca olvidaré: Saltar el muro, la historia de un hijo que ayuda a morir a su madre e intenta partir con ella. Quedé muy impresionado por la profunda empatía que sentí por Carlos Framb –el hijo– y el revolcón emocional que me despertó su testimonio. Incluso sentí ganas de llorar, algo que no me ocurría cuando leía crónicas similares, una de mis obsesiones en ese momento. Más adelante, cuando ya me había adentrado en el camino sin retorno de los podcasts, descubrí que el audio tiene la capacidad de conectar profunda y emocionalmente al oyente con el hablante. De hacerlos cómplices.

Después de ese episodio consumí desaforadamente muchas de las crónicas publicadas por Radio Ambulante; en ese proceso de actualización me sirvieron mucho algunas de las listas escogidas que el proyecto publicó en su página web: Los mejores diez episodios de 2018, 13 episodios historia latinoamericana y 10 episodios para empezar a escuchar Radio Ambulante [vol. 2]. Luego di el salto natural a otros podcasts y a la exploración de otros formatos como la conversación, la entrevista, el panel, el monólogo y el ensayo. Desde los primeros acercamientos me sorprendió la gran diversidad de propuestas y la creatividad de los podcasters. Corría el lejano año de 2019 (y aún sigo asombrado).  

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Los podcasts se han convertido en mis compañeros y maestros inseparables ahora que he optado por la vida nómada. Me entretienen en los momentos de soledad, me informan de lo que ocurre en el mundo y es una de las fuentes que sacia mis ansias de conocimiento.

En mi vida anterior, escuchaba podcasts mientras cocinaba, comía o arreglaba el apartamento en donde vivía. Incluso había tomado el hábito de movilizarme en bus por Bogotá para alargar un poco los recorridos y tener el tiempo suficiente para escuchar los episodios más largos, esos de 45 minutos o una hora (ni antes ni ahora me ha gustado dejar los episodios a medias. Para mí, los podcasts son como los cuentos escritos: se deben consumir de un tirón para apreciar mejor su unidad y cohesión). Escuchar episodios pendientes también era un estímulo para salir a caminar por la ciudad o reemplazar trayectos en transporte público por caminatas, como muchas veces hice en los recorridos vespertinos de retorno al ahogar. Así que los podcasts llenaron de color los viajes urbanos que antes eran grises y aburridos.

Ahora, en la vida itinerante, las cosas han cambiado, empezando porque ya no cocino ni tengo un espacio propio que arreglar con frecuencia (salvo el cuarto en donde duermo, que suele ser pequeño y casi nunca organizo). Me he habituado a escuchar podcasts mientras empaco la maleta antes de cambiar de lugar. La tarea, que parece fácil, toma su tiempo –a veces más de una hora– y demanda mucha atención. Empacar maleta es, para mí, como hacer un mini trasteo. Debo organizar todo lo que tengo, ponerlo a la vista y asegurarme de que lo he guardado en los lugares específicos que les he asignado en las mochilas que cargo. Esa es la estrategia que he ideado para no perder nada y que, hasta ahora, me ha funcionado muy bien.

Al principio, cuando salí a caminar los primeros días, intenté hacer lo mismo que acostumbraba en Bogotá: escuchar podcasts. Pero pronto caí en la cuenta del error. Los podcasts me aislaban del entorno en que me había adentrado y perdía la oportunidad de apreciarlo y conocerlo a través del oído. Así que he dejado de ponerme los audífonos cuando visito lugares que son especiales o nuevos para mí. Y lo hago tanto en espacios urbanos como en ambientes naturales. De la primera noche en que liberé mis oídos, me quedó este recuerdo:

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El despertar del oído también me ha llevado a experimentar con la captura del sonido. Todo empezó en una finca del Carmen de Bulira, en el Tolima, donde inicialmente iba a pasar un par de días y al final me quedé dos semanas para compartir en el campo con una familia amiga y escapar de los confinamientos decretados en Ibagué en enero de 2021. Con grabaciones torpes hechas con el celular, grabé el sonido de dos mundos opuestos, pero igualmente hermosos: el de las aves en el día y el de los anfibios en la noche.

El ejercicio lo continué en otros destinos, sobre todo en el primer semestre de ese mismo año, jalonado por el interés de crear contenido con las grabaciones para Peces y redes sociales (cosa que no ha pasado hasta ahora con la frecuencia que imaginaba). Me atraía mucho la idea de hacer videos cortos a partir de fotos y audios de los lugares que visitaba, como el que mostré más arriba, o este que hice cuando unos sonidos extraños me asaltaron en el hotel mientras desempacaba el equipaje en Montería:

Algo que me sorprendió en estas primeras experiencias fue lo difícil que resulta escapar de la contaminación auditiva que generamos los seres humanos. Los paisajes sonoros del campo por lo general quedaban con marcas de motos, carros, camiones, aviones, televisores, ventiladores, equipos de sonido, sonidos telefónicos… (y ni hablar de lo que pasa en los centros poblados). Basta con cerrar los ojos en el lugar en donde estemos para sentir la huella (casi) omnipresente que imprimimos como especie. Estas complicaciones se agravaron más cuando comencé a capturar sonidos con una grabadora más potente que compré y que lo oye (casi) todo –una grabadora que, dicho sea de paso, no he aprendido a usar correctamente–.

A pesar de contar con registros amateurs y de acumular archivos hasta ahora inútiles, sigo fascinado, embobado, anonadado con los sonidos de la naturaleza (los urbanos no me atraen tanto). En este preciso momento, por ejemplo, escribo desde el patio de mi hotel en Villavicencio, Meta, porque tuve la fortuna de que viniera con una grata sorpresa: colindar con un riachuelo de aguas escasas pero bribonas que está bordeado a lado y lado por una vegetación densa y alta y que, a las diez de la noche –hora en que escribo estas palabras–, suena así (ponte los audífonos):

Si mi curiosidad por los sonidos naturales no se hubiera despertado, estoy seguro de que en este momento estaría escribiendo, gracias al aire acondicionado, en la comodidad de mi cuarto frío como noche bogotana.  

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Otro de los experimentos que me han sido inspirados por la escucha de podcasts es llevar un audiodiario. La idea me surgió tras escuchar algunos episodios construidos a partir de notas de voz de diarios personales, como Jadiya, de (De eso no se habla), y Seria y dulce, de Las raras, dos de mis podcasts favoritos. Al inicio me pareció práctico poder realizar notas de voz rápidas y en contextos que podrían ser incómodos o inapropiados, si se tratara de un diario escrito, pues suelo escribir sentado en una mesa cómoda y con control del ruido y demás elementos distractores. Pero pronto descubrí que las ventajas van mucho más allá.

Las grabaciones en audio que hago con el celular me han permitido lograr notas mucho más libres, diversas y sorprendentes que las que acostumbro a elaborar en mis diarios escritos, ya sean personales o de investigación. A diferencia de mis notas escritas, que suelen ser estructuradas, lógicas y frías, las grabaciones rompen la estructura lineal de mi razonamiento, me llevan a lugares inesperados en las historias que cuento y capturan la emocionalidad del momento, una emocionalidad que el texto, por lo general, decanta en ideas y argumentos duros y termina dejando por fuera. Además, las grabaciones las suelo hacer mientras camino en exteriores, con lo cual tengo la posibilidad de incluir en el relato lo que pasa a mi alrededor y de capturar el paisaje sonoro de los lugares que recorro.

La captura de paisajes sonoros y las notas de voz del audiodiario son juegos y experimentos que, en últimas, me han ayudado a disfrutar mejor los entornos que visito y a comprender más profundamente la vida itinerante que llevo.

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Si tuviera que escoger uno de los regalos del audio, uno por encima de todos los que he mencionado, pondría en lo alto –incluso arriba del acompañamiento que me dan los podcasts, la apreciación del paisaje sonoro y el juego de la captura–, el impulso que me ha dado para hablar con la gente y entablar amistades. Con la idea hasta ahora inconclusa de hacer un podcast basado en los relatos propios de los territorios que visito, he buscado historias que me han invitado a salir del hotel y, sobre todo, a ir más allá de los planes turísticos. Me han invitado, en últimas, a viajar distinto y a conectarme con la gente. A aprender a escucharlos y apreciar sus experiencias de vida y conocimientos locales.

Así, con grabadora en mano y oídos bien atentos, escuché/grabé la historia de cómo Sol de Minca se convirtió en una reserva natural abierta al público con hotel sostenible y restaurante vegetariano; cómo en Aracataca le cantan a Gabo y a Leo Matiz, dos de sus hijos predilectos; cómo en Nueva Venecia se mantienen los “robos” de las novias (y los novios) como rito ancestral para empezar un hogar; y cómo, entre otras historias, en Monguí se mantiene viva la poesía costumbrista a partir de poetas como el negro Wilson y Amay, su hija, quienes interpretan poemas como este:

Que te perdone Dios, de El Pampa Obera. El Negro Wilson también es guía turístico en Monguí y el páramo de Ocetá. Cel: 3115421243.

Estas historias están esperando que llegue el momento adecuado para ser convertidas en podcast. Mientras tanto, paro aquí este relato y me sigo preparando para entregarles (ojalá no muy tarde) algo digno de sus exquisitos oídos.   

Toche, Tolima

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