Ovular

Ilustración de Isabela Acosta

Desde hace un tiempo me confronta en silencio un pensamiento recurrente del que he hablado muy poco porque tal vez aún le tengo miedo. 

El pensamiento se proyecta en un futuro cercano y me dibuja en la calle con un vestido largo y ancho que cubre su centro. Ha crecido dentro de mí, en donde comienza la vida de todos los mamíferos, otro ser, quizá mujer, quizá hombre. No lo sabemos ni el pensamiento ni yo. Solo vemos mi barriga gigante, con la piel templada y con algunas estrías alrededor de mi ombligo. La barriga me crece, y yo paseo despacio a Kiwi, mi perro. No soy capaz de agacharme a atarme los cordones de los zapatos. No soy capaz de caminar rápido pensando que la criatura que me habita se desprende de mí y un charco de agua y sangre se acumula en mis pies, mientras me doblo de dolor y cojo la correa de Kiwi fuerte para que no se vaya. 

Nunca me he visto pariendo un hijo. Nunca me he imaginado que soy capaz de pujar con fuerza la cabeza de ningún ser fuera del cuerpo. Probablemente porque yo siempre pensé en la adopción como el acto de amor más grande. No te parí yo, pero aquí estoy para darte la vida todos los días. No te parí yo ni me doliste, pero me dolerá el cuerpo tanto como a ti cuando sientas dolor. No te parí yo, hija, hijo. 

El pensamiento me visita varias veces al día. Se ve en otras mujeres como en un reflejo, y mientras tanto, lo enfrento diciéndole que estoy muy vieja ya para tener hijos. Y luego veo mujeres más viejas que yo con sus bebés recién nacidos caminando en el parque, tomando el sol. Quizá alguna de ellas parió su hijo usando uno de los óvulos que doné hace un año. La legislación dice que quienes reciben el óvulo donado no tienen derecho a saber quién es la donante. Pero si ese niño o niña quiere saber, podrá hacerlo al cumplir 18 años. 

Me visita también ese pensamiento, que es menos insistente, porque es menos probable o porque se siente lejos. Pueden pasar 18 años o más hasta que alguna persona llame a mi casa a preguntar por mí porque aparentemente tiene algo mío. Es una sensación rarísima, porque los óvulos que doné, los doné precisamente para que las mujeres que quieren tener hijos puedan tenerlos cuando no pueden (porque la fertilidad es un asunto difícil), y puedan parir los hijos que yo no me veo pariendo. ¿Cuántos de mis óvulos serán personas? Doné ocho óvulos. Quizá ocho personas o siete. O solo una. No lo sabremos, hasta que el futuro nos lo cuente, y es probable que nos lo cuente a medias.

En la primera clínica a la que fui a donar los óvulos, me rechazaron como donante por ser colombiana. Me dijeron que no había “receptoras con mi perfil”. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que tengo el pelo muy oscuro y grueso, que tengo la nariz ancha, que no soy muy alta. Yo volví a mi casa un poco destrozada. La clínica se jacta de ser la mejor en temas de reproducción y fertilidad. Me tomaron fotos, me hicieron pruebas psicológicas, me hicieron llenar un formulario con mi historia clínica familiar. Que está muy bien, porque así pueden saber si potencialmente, genéticamente, hay posibilidades de que, como generadora del óvulo, pueda transmitir en el ADN alguna condición de salud que las familias deban tener en cuenta. Luego me hicieron una ecografía transvaginal para verificar si mis ovarios estaban bien. “Todo bien, María Alejandra. El problema es que no tenemos receptoras con sus características, nuestras clientes no son fenotípicamente compatibles con usted”. Me subí al metro súper bajoneada. Había visto salir y entrar donantes durante un montón de tiempo, y no me sentía muy diferente de ellas.

Unos meses después me contactaron de otra clínica en la que antes había llenado un formulario, cuando estaba averiguando para hacer las donaciones. Me dijeron que fuera a hacer las pruebas. Pensé que serían las mismas: la entrevista, los formularios, las pruebas psicológicas… Pero no. Aquí me dieron unas órdenes para realizar exámenes médicos en un laboratorio. Me sacaron como siete frascos de sangre, me hicieron una ecografía, y la médica me mostró mis ovarios y me felicitó porque no tenía quistes (nunca me habían felicitado por eso, y me sentí feliz). Un mes después me entregaron los resultados, me llamaron a una cita para explicarme el proceso, y dos días después yo ya estaba inyectándome hormonas en el ombligo. 

La primera vez casi me desmayo al verme ponerme una inyección sola en la barriga. Me tocó sentarme en el piso del baño y respirar profundo. Y me acordé de mi hermano que divaga cuando le sacan sangre. Me recuperé, fui a trabajar y durante siete días estuve poniéndome las inyecciones a la hora indicada. Luego asistí a la clínica para la extracción de los óvulos. La médica y la anestesióloga eran como de la edad de mis abuelas. Y me trataron como si fuera su nieta. Las oía hablar cachaco pero eso ya era un efecto del gas con el que me durmieron. Ésta ha sido la experiencia más placentera que he tenido en una clínica: la de quedarme dormida en tres segundos sin ninguna resistencia posible. 

Me desperté en una sala junto al lugar donde me habían sacado los óvulos. La enfermera vino, me dio agua de manzanilla y unas galletas. Sentía que quería estornudar pero tenía miedo de que se me desprendieran los ovarios. Durante el tratamiento hormonal, me creció la barriga en la parte baja, como si tuviera dos meses de embarazo; en ese momento, me dolía un poco el vientre como cuando se tienen cólicos intermitentes. Al rato, como dos horas después, me levanté y busqué mi ropa. Mientras me vestía, estornudé dos veces. Luego en el camino a casa, unas diez veces. Luego no pude dejar de estornudar durante tres días. Tomé antihistamínicos, me puse gotas en los ojos, pero nada. Fui a una farmacia a preguntar qué podía hacer y me sugirieron unas pastillas naturales de huevo de codorniz con zinc. Bendito remedio. Un huevo cura otro huevo. 

Unos días después me recuperé, aunque la carga hormonal era muy alta y la recomendación era no tener relaciones sexuales sin protección porque podía tener un embarazo múltiple. Y, además, porque los ovarios podían desprenderse. Tengo experiencia dolorosa con el solo desprendimiento del endometrio cada mes, y no me parece tan emocionante ningún otro desprendimiento. Tenía que estar en reposo, que me duró dos días, porque en ese momento trabajaba en un restaurante en las noches, y el sábado era uno de los días que más gente iba a comer. Y me acordé de un día que fui a Profamilia a hacerme un examen y el médico decidió hacerme un procedimiento “por si las moscas” antes de hacerme el examen, y luego me introdujo en la vagina una tira de gasa envuelta en forma de rollo, llena de yodo, que luego yo, en el baño de mi casa, tiraba y tiraba y no terminaba de salir de dentro. De repente, la vagina se me había convertido en una boca de mago de fiesta infantil. Así de sexy soy yo. Por eso, quizá, no soy capaz de parir. Por mi aberración a los médicos obstetras. 

Si voy a parir alguna vez, que sea en mi casa, que sean mujeres las que estén conmigo, que me dejen arrodillar, bañar, sentar en la pelota de hacer pilates. Porque si la primera cosa que voy a recordar del parto es un maltrato, no quiero nada.

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