En el proceso de (re) creación del colectivo “Peces fuera del agua” hemos venido desarrollando una sección llamada “Peces Recomiendan”, en la cual, a partir de experiencias personales nos hemos atrevido a sugerir algunas series, libros, películas, artistas. En esta ocasión la recomendación, si bien por el título puede llevar a pensar en el esperpento de canción del señor Iglesias, tiene que ver con un plan homónimo, que por su condición, por lo pasado y lejano puede sonar poco atractivo en principio.
Durante la Semana Santa pasada tuve la oportunidad de visitar la ciudad de Cusco (Perú) y como parte de una tradición que mi madre ha realizado desde su infancia, y por consiguiente durante la mía y la de mis hermanos, nos embarcamos en la experiencia religiosa de acudir a siete iglesias durante el Jueves Santo para visitar “Monumentos”, es decir, contemplar los sagrarios expuestos en conmemoración de la última cena. Cusco, además de ser la puerta de entrada al templo Inca por excelencia, debe ser una de las ciudades con más iglesias por metro cuadrado, por lo que en muy corto tiempo logramos evacuar el recorrido, que incluyó a San Francisco, la Sagrada Familia, San Blas, Santa Catalina de Sena, la Compañía de Jesús, la orden de la Merced y Santa Teresa.
En forma de Iglesia, Templo, Convento, Catedral, Basílica, Capilla, Monasterio o Santuario, todas me llevaron a lo mismo, a reeditar mi infancia y a descubrir al pueblo peruano en su más íntima expresión y como reflejo inevitable de lo latinoamericano, un pueblo con rasgos indígenas que a las buenas o a las malas construyó los más excelsos e impresionantes lugares para adorar a un Dios que, como reemplazo de Inti o la Pachamama, han sabido convertir en el mejor motivo para aglutinar multitudes y despertar fervorosas manifestaciones y rituales que sorprenden, más que por su imposición, por la adaptación que ha hecho lo indígena de una tradición tan hispánica.
Los altares de estos lugares, que en muchos casos se encuentran entronizados con incrustaciones de oro y tallados de madera de otro mundo (el viejo o el nuevo), esta vez se encontraban cubiertos por telas de todos los colores, como la bandera del Cusco. Satines, paños, terciopelos, se mezclan con sagrarios imponentes hechos de metales preciosos, con hogazas de pan que se miran pero no se comen, con cientos de efímeras flores, templos que adornan sus muros con decenas de lienzos que precedieron y sobrevivieron a los 14 Incas gobernadores del Tahuantinsuyo, el territorio del imperio inca.
En estas iglesias se pueden ver casi las once mil vírgenes, una versión del niño Jesús llamada “Niño Doctorcito” que se encuentra venerado con carritos, peluches, bob esponjas, pokemones y robots que los niños le dejan para su entretención, y se ven las estatuas de todos los mártires del cristianismo, muchas de ellas cubiertas en esta fecha por lúgubres mantos púrpuras que los mantienen ciegos ante el fervor de los mártires de a pie que trepan empinadas calles pagando las promesas que quizá no hicieron, y que al llegar a los templos se atiborran de toda suerte de bebidas y alimentos como las causas rellenas, los anticuchos de corazón y todas las formas y cocciones que el maíz pueda ofrecer, antes de ingresar y hacer largas filas para reclamar pedazos de algodón que sirvan para sanar las heridas y de paso tocar y besar los pies de las estatuas de Cristos golpeados que visten bordados de hilos, canutillos y lentejuelas mas ostentosos que los de sus adoradores.
La recomendación en este caso, más allá de pasar una Semana Santa en Cusco, que está muy bien, es una invitación a realizar viajes que permitan conocer y adentrarse en el nervio y el corazón de los pueblos, probar sus sabores, rezar con ellos cualquiera que sea su fe, e incluso sin tener alguna.