No es tan simple hacer el ejercicio de recordar las razones por las que había días en los que me llamaba de una forma o de otra. Simona, mi alter ego, lo era sobre todo de nombre. No sé si a ustedes les pasa, o les pasó en algún momento como a mí, que no logran identificarse con su nombre. Repitan sus nombres: Adriana María, Juan José, Patricia, María Alejandra… Ahora, ese nombre es mío (las que leyeron “ese hombre es mío” o lo pensaron siquiera, son amigas mías). Pero antes no. Intentar ponerme a mí dentro de esas catorce letras era horrible (no quiero contarles lo tortuoso que fue aprender a escribirlo, basta que les diga que marcaba todo como María-María). Me miraba en el espejo y decía: “María Alejandra”, y sólo podía pensar en otras marialejandras.
No sé si era una crisis de identidad, aunque supongo que sí. Intentar encontrarme ahí era como buscar una aguja en un pajar, como llevar leña al monte, como recoger agua con las manos. Yo lo que quería era llamarme Simona. Esto, si llegaba a contar con el apoyo suficiente, iba a causarme unos serios problemas. Me imaginaba a mi abuela diciendo que qué me iba a cambiar el nombre y que, para ella, yo siempre iba a ser Alejita. A mis dos abuelas, para el que quiera saber. Una, digamos, podría decirme que eso era una joda, que para qué lo iba a hacer, si era un trámite más que podía evitar. Y la otra, que a ella le daba lo mismo si me ponía otro nombre, porque siempre me iba a decir Alejita. Pero autoridad moral para pedirme que no me cambiara el nombre no tenían: Ellas no se llamaban como se llaman ahora.
Un día contesté el teléfono y al otro lado de la línea alguien preguntó por Ana Bertilda.
–Ni idea, esa señora no vive aquí, está equivocado, señor –dije.
–¿Quién era, mijita?
–Nadie, abue, equivocado, para una señora Ana Bertilda.
Y la abuela con mirada fulminante me dice: “Soy yo”.
–Whaaat? Abuela, ¡¿tú te llamas Ana Bertilda?! No way.
Esto no puede ser. La historia oculta de mi familia descubierta por una llamada telefónica. ¿Qué más tengo que saber? Lo único que me parecía raro era que mi otra abuela se llamara Maruja. Y pues era raro, porque ella también se cambió el nombre. Se llamaba María Maud. Como Mamía, mi bisabuela, un personaje sensacional que se sabía las mejores canciones de animales y me dejaba jugar a ser princesa en su cuarto, donde tenía tesoros escondidos. Con los años empecé a admirarla también por su historia: fue una de las primeras mujeres que trabajó en Colombia (en el Banco de la República, para ser exacta), y a quien yo calificaría de feminista para su época: la mejor bisabuela del planeta.
En fin, vivo en un mundo donde las mujeres se cambian el nombre. Claro, nada extremo. Ninguna se cambió de María a Paulina, ni de Ana Bertilda a Matilde Linda. O sea, mi chance de cambiar de nombre podría oscilar de María Alejandra a Alexandra, pero prefiero Alejandra (no se ofendan las Alexandras). O a Alejita, que podría ser poco visionario para el mundo de éxito profesional que me esperaba. No podía ser Presidenta de la República llamándome Alejita. Eso no tiene presentación. Así que con el tiempo le di vida a Simona, que era yo, pero más rebelde. Algo así como mi versión punk, pero igual de dulce.
Después de un año, Simona se fue al país donde viven los amigos imaginarios de la gente que crece. Ahí donde viven los periodistas que mi mamá tenía como amigos cuando niña, y el gato Fulgencio de mi hermana y el niño que se fue en la bolsa de la basura después de hacer desastres en la casa de su amiga real, mientras ella lloraba desconsolada.
Simona vivió un año exacto. Mi último año del colegio. Ya estaba como grande para andar con esos chistes, pero ¿qué culpa podía tener yo, que nunca de los nuncas hice un tránsito por el odioso mundo de la adolescencia? (Ya me imaginé a mis hermanos diciendo que esto es una patraña, que mi adolescencia fue de lo más inmundo y cruel que les pudo pasar y que deje de engañar a la gente). La verdad es que pasé de la infancia a la adultez como de golpe. Simona fue un gran paréntesis que me ayudó, especialmente, a encontrarme en mi nombre. Primero me reconcilié con Alejandra, después con María Alejandra. Y ahora con Simona.