El valor de lo banal

Texto de Holman Rojas. Ilustración de Julio Ossa*

Hay muchas historias sobre la forma en que la pandemia nos cambió la vida, en especial frente al mundo digital y la manera como nos interrelacionamos. Desde varias perspectivas, experimentamos cambios en lo personal, en lo anímico y en lo social. Tal vez por eso lo que pudo habernos ayudado en muchos casos o salvado, incluso, fue aferrarnos a aquellas pequeñas cosas frente a las que, aun cuando somos conscientes de que no son las más importantes, nos mantienen de pie ante las adversidades, las podemos llamar aficiones, pasiones, obsesiones, etc.

La banalidad de cosas a las cuales no les dábamos peso antes de todo esto, es lo que posiblemente llenó los espacios entre los ladrillos de ese gran muro que llamamos vida. Lo que figuraba como lo más importante, de un día para otro fue relativizado y parecía que, así como en las pandemias de la antigüedad, lo fundamental fueron esos pequeños detalles que moldean nuestra existencia.  

Hubo gente que volvió a la jardinería, a la lectura consumada, a la escritura, al deporte (cuando se podía), y otros volvimos a aficionarnos por escuchar conversaciones de horas, repetitivas incluso, sobre lo que nos gusta, sobre lo banal. Por eso, si analizamos la utilidad de esas conversaciones, el resultado es que no sirven de mucho para la vida práctica, que ese tiempo se pudo haber invertido mejor en otra cosa.

Esas conversaciones, en mi caso, son de ciclismo. Para quienes siguen el ciclismo y para los que no tanto, les invito a imaginar el siguiente escenario: doscientos ciclistas recorren, en un día de una carrera de veintiuna etapas, ciento ochenta kilómetros planos. Dos ciclistas que no pelearán la clasificación general se escapan por unos kilómetros y son cazados por el grupo a veinte kilómetros de meta, es decir, la llegada es del grupo en su totalidad. Gana un corredor en un embalaje de los últimos cien metros.

¿Qué se puede hablar o analizar sobre eso? Técnica, estratégica y emotivamente no pasó mucho, casi nada. No obstante, hay programas de ciclismo que pueden durar entre una y dos horas para analizar el desplazamiento de un “paquete” de ciclistas entre un lugar y otro. Entonces, cuando el mundo se había cerrado, e incluso ahora, pero más en aquella época que esperamos no vuelva, resultaba mágico encontrar una historia cargada de personajes entre reales y ficticios alrededor del mundo de la bicicleta.

Los reales son los ciclistas, aunque están llenos de características que acentúan sus rasgos principales y que probablemente ni siquiera en la vida real tienen. Los ficticios son los periodistas y opinadores que crean estos espacios (podcasts, o espacios en Twitch, en Twitter, Facebook lives, etc.). Son ficticios porque no hacen parte de la aventura en sí misma, pero sobre todo porque a veces juegan papeles, como el del fanático acérrimo, que defiende a los ciclistas latinoamericanos, ante la andanada de europeos, o el que siempre está magnificando a un corredor en particular que no gana.

Desde España hasta Argentina, los podcasts de ciclismo llenaron nuestros días y llegaron para quedarse. Hoy son espacios consolidados y cada vez más escuchados, como El Cycling Podcast, El Leñero, El Maillot, A la Cola del Pelotón y, mi favorito, La Movida. En unos se habla desde la visión del aficionado. En otros, desde la visión del comentarista deportivo. También, desde el que monta en bicicleta y se dedica principalmente a detenerse en lo que solo los profesionales pueden hacer y en otros, desde la perspectiva del técnico de ciclismo, el que te enseña ese mundillo de las concentraciones, de los detalles que pasan inadvertidos ante los ojos del espectador de televisión o el que está allá. Pero todos tiene algo en común: le dan un tratamiento especial a las historias que se esconden tras las bielas.

Mikel Landa es un corredor español de treinta y dos años cuyos máximos logros han sido ser tercero en los Giros de Italia de 2015 y 2022 y cuarto en los Tours de Francia de 2017 y 2020. Se dice fácil, pero no lo es. Con ese abrebocas, lo que no sea subirse al podio de una gran vuelta huele a fracaso, o al menos a nada digno de ser aplaudido. No obstante, Landa no ha vuelto a ganar nada o casi nada (solo la Vuelta Burgos); siempre le pasa algo, le pasan cosas, como se dice, caídas, etc.

Pero, Mikel Landa es el líder de una “religión” llamada “Landismo”. “Religión” que se acabará el día que gane y no sea un mártir, algo que él mismo no cree que pase. En ese culto solo tienen cabida los que no se frustran ante cada cosa que le pasa a Landa. Cuando llegada la segunda semana de una carrera de tres semanas, Landa no se ha caído, el “Landismo” revive. Cuando Landa lanza ataques que no llevan a nada, el “Landismo” aflora, y solo se habla en aquellos espacios, de ese momento sublime en que salió impulsado del lote para ser capturado tres kilómetros adelante. Todo cobra sentido para los “Landistas” cuando esto sucede.

El asunto se divide entre los “Landistas” y el resto de aficionados que vemos irrelevante el hecho de que se hable de la forma como Landa se agarró del manillar, si miró o no miró hacia atrás, o mantuvo una fuga de un kilómetro. Al punto que las carreras cobran un grado de emoción cuando cosas así pasan, solo para saber qué van a decir en la noche, cómo va a ser la polémica.

El hecho de que ocupemos horas en una historia así de almibarada, en sí mismo es una suerte de válvula de escape, de escultura en bronce a la banalidad, que todos estamos construyendo con las llaves usadas de nuestras propias vidas. Encontrar un refugio en lo que no es útil es algo mucho más que, como se dice ahora, “un placer culposo”.

Esta historia propia del deporte no hubiera crecido como espuma sin los múltiples espacios virtuales de fanáticos al ciclismo y creadores de contenidos que se desarrollaron en la pandemia, y que, de la nada, entretejen suposiciones, mitos, relatos, pronósticos, polémicas y cualquier cosa que surja de una charla de aficionados. De hecho, tales espacios han desplazado a los periodistas clásicos, que hablaban y analizaban de una manera formal los acontecimientos alrededor del ciclismo. Su estilo ensalzado y cantado ahora es casi motivo de burla y parodia, una lástima frente a quienes abrieron el camino. Pero todo evoluciona y las opiniones se han democratizado, como todos sabemos, solo basta con tener acceso a internet.

Empecé diciendo que estas banalidades nos salvaron, y en mi caso fue así. Llenaron los días más oscuros de la pandemia. Había una cita diaria para escuchar a “amigos” virtuales con los que reí, controvertí en mi cabeza y no coincidí, al tiempo que me volví defensor de algunos. Eso traía cierta sensación de normalidad cuando las estadísticas más negras aumentaban y el mundo se llenaba de desesperanza.

Al parecer, lo banal es lo que siempre nos salva. Con lo trascendental debemos vivir y luchar incluso, pero lo banal da forma a las cosas trascendentales. Y en especial, la dedicación de tiempo consciente a lo banal, nos llena de seguridad.

Ilustración de Julio Ossa*
*Julio Ossa es abogado de la Universidad del Rosario, con especialización en derecho Administrativo y maestría en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Ha ocupado cargos públicos en la Corte Constitucional, en la Presidencia de la República y en la Contraloría General de la República. Es asesor jurídico externo de entidades públicas, y conjuez de la Corte Constitucional. Ha participado como ilustrador en la versión digital de la revista El Malpensante.

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