Por Verónica Avendaño Toro
Sin filas y con la energía a flor de piel, la gente con su mejor actitud y su maquillaje bien puesto, rápidamente se llenaba el sitio. Los minutos transcurrían y, sin darte cuenta, ya estabas codo a codo con los que en un momento parecían distantes, las luces se hacían más tenues y el beat de la música empezaba a elevarse. Los decibeles no te permitían oír lo que te decían, pero entendías, en medio del humo de cigarrillo en el espacio cerrado, que te estaban preguntando si pedíamos “guaro” y, con un gesto de asentimiento, acelerabas el inicio de la fiesta.
Esperabas ese momento cumbre de la noche en que los strober, esas luces blancas que producen destellos y generan la ilusión de volver tus movimientos más lentos, hacían lo suyo y te provocaban un poco de ansiedad. Luego el dj acompañaba la canción de ese instante con una lluvia de papelitos que caían sobre las cabezas de todos en la pista de baile y, en ese espacio que en ocasiones no te dejaba respirar pero que disfrutabas tanto, algo explotaba en tu interior.
Justo en aquel clímax, con una copa llena en mi mano y tratando de imitar a un trovador, llenaba las copas de mis amigos y, con la voz ronca por el grito, entonaba esta oración:
Oh, licor de dulces ramos.
Te perdono lo malo que me sabéis,
por lo bueno que me ponéis.
Señor, si con este trago te ofendo, con el guayabo te pago y me quedas debiendo.
Arriba la Virgen del Carmen, santa madre bendita.
Abajo Satanás, viejo hijueputa, ¡qué se empute por hijueputa!
Porque no hay yegua que no galope,
ni burro que no patee,
ni hombre que no lo pida,
ni mujer que no lo dé.
Por eso levanto la copa,
empinó el codo,
frunzo el culo
y me lo tomo todo.
Amén
Una vez dicho eso, me sentía bendecida y empoderada, así que lo único que hacía una vez mi brazo podía hacer movimiento era llevar ese líquido hacia mi boca, para que entrara en mi cuerpo y bajara por mi garganta, aunque la quemara. Y habiendo llegado a su destino, y ya pasada la sensación de gusto-disgusto, esa que hasta en ocasiones te da escalofríos y que hace que tu cuerpo se sacuda de manera extraña pero jocosa, mi rostro hacía un gesto de victoria, porque me lo había tomado todo y sin dejar gota en la copa.
Esos momentos se repetían una y otra vez durante las noches de fiesta y eterna rebeldía. Cuando creía que podía con todo y que nada me afectaba. ¡Ay, cuán equivocada estaba! Cada trago que sostuve y tomé fue llenando mi botella. La botella de mi cuerpo y de mi alma. Y, no precisamente llenándola de cosas que me asombraran con maravilla o que me hicieran sentir poderosa –“quizás” en ese momento creía que era así–, pero a medida que bajaba el efecto de efervescencia, empezaba a sentir que ese poderío disminuía y que mi cuerpo no se sentía bien. Que todo había sido un espejismo dado por el trago.
Despertaba en mi cama con pesadez en la cabeza y con una sensación en el pecho que no podía describir. No quería que nadie me viera y mucho menos hablar con alguien, porque no me sentía bien o tal vez no estaba preparada para oír reproches o regaños; ya estaba haciendo yo ese trabajo y créeme que lo hacía bastante bien.
Sin embargo, esa desazón sólo duraba el día de guayabo y al otro fin de semana o día en que se diera la oportunidad de desconectarme de mi ser estaba de nuevo entonando esa oración que me hizo en su momento la más fiel de las feligresas.
Y, como círculo vicioso, esos momentos de efervescencia y luego de sentimientos de culpa y autorreproches se hicieron constantes. Hasta que un día hubo una gota que derramó, no esa copa, sino mi botella. Cada vez era más corto el rato de exaltación y júbilo, pero más largos los sentimientos de persecución y autocompasión. Duraba días –incluso semanas– en ese estado, y me sentía muy frágil. Tanto que me alejé de todos mis amigos y personas cercanas. Adentrándome en el mundo de la soledad y el ensimismamiento, pero aun así anhelando estar con el mundo. ¡Que laberinto sin salida en el que me encontraba!
Era tal el grado de acorralamiento al que me sometí que tenía miedo de salir a empinar el codo y después encontrarme en un estado de desolación absoluta y de fragilidad incesante. ¡Ay, qué momento agrio de vida! Qué traguito fuerte en el que te convertiste… perdón: en el que te convertí. Incluso personifiqué al trago como ese monstruo al que le tenía miedo de pequeña y lo hacía durmiendo bajo mi cama. Ese monstruo al que no era capaz de mirar por miedo a que me llevara con él y fue así como meses transformados en años lo convirtieron en mi compañero de cuarto. Me acompañaba noche tras noche, algunas veces haciendo sentir su presencia, otras pasando desapercibido.
Pero hubo una mañana en que desperté (habiendo soñado que tenía superpoderes) cagada del susto, pero decidida a querer dormir solo conmigo, puse mi cuerpo boca abajo sobre la cama, la cabeza me colgaba mientras sentía cómo mi sangre iba llegándole, mi pelo rozaba el piso, cogí berraquera, descolgué mi brazo, lo miré fijamente y lo saqué. Estando frente a frente lo cogí por los cuernos, como se coge al toro para enfrentarlo, y sin más le dije:
“Mira Tragowski, no quiero temerte más y tampoco te quiero en mi cuarto otra noche. Así que decido dejarte ir. Porque he entendido que he sido yo la que te he tenido prisionero y atrapado en esta cárcel. Las puertas están abiertas. Te libero de las cadenas de mi ser. ¡Vete!, que guayabo no me dará cuando lo hagas, de eso estoy segura. Pero eso sí, ten la certeza que te recordaré siempre porque fuiste tú quien me enseñó en silencio y bajo la cama que hay que enfrentarse a lo que más se teme para ser mejor
En ese momento, lo solté, nos sonreímos el uno al otro, nos abrazamos y cada quien siguió su vida sin más. ¡Que sorbo de emoción sentí!
Me veía gigante en el espejo convertida en toda una titán, a pesar de mi estatura de 1,52 m. Que dulzura percibí a mi alrededor. ¡Cuánta calma y cuán liviana estaba! Sentía que flotaba. Decirle adiós a algo que creíste que no eras capaz de hacer porque por años te acompañó y jugó un papel que te gustaba verlo protagonizar, ese papel de catalizador y amigo pero que con el tiempo te daña y te destruye, porque para mí solo estaba alejándome de lo que soy y no me permitía enfrentar mis más grandes temores.
Estaba dentro de una camisa de fuerza, así lo permití, así lo decidí, así lo quise en esos instantes, donde teniendo incluso en mis manos –pues estaban sueltas– la manera de salir de ella, no lo hice.
Dependía de mí, y solo de mí, quitarme la vestidura que me ataba y así, como cuando empinaba el codo con fuerza, decidí hacerlo, la arranqué de mi cuerpo, me despojé de esa camisa que no iba con mi estilo. Y ¡oh, qué sorpresa me llevé al darme cuenta de que esta ha sido la mejor copa que he tomado en años!: tenía una perfecta maduración, provenía de una excelente cosecha, su color era diáfano y cristalino, con un aroma exquisito de vida, de determinación, de fortaleza y de amor, y que, sin vergüenza alguna, puedo decir que tenía el equilibrio perfecto.
Así que ahora mi botella la estoy llenando de sueños, de curiosidad, de entendimiento, de fortaleza, de seguridad, de comprensión, pero, sobre todo, de aprendizaje, porque no hay combinación más perfecta que me recuerde quién soy y para dónde voy que lo agrio de un momento se puede convertir en lo dulce de lo eterno y que lo frágil de mi fragilidad es hoy mi fortaleza. ¡Así que salud por eso! Ah, y que sea doble, ¡por favor! Porque un traguito agridulce es lo que yo soy.

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