Materno el infinito

Texto por Ariana Guevara Gómez

Collage de Danilo Guio 

Un dolor agudo me despertó en la madrugada, pero no me sorprendió. Era como si alguien me estuviera dando codazos por dentro, en el vientre. Me fui al baño y sentí cómo salieron de mí. Vi a mis bebés caer al fondo y un caminito de sangre que dejaron tras de sí. No los pude ver, pero eran ellos. Ya los había visto varias veces antes en la pantalla del ecógrafo, ya me habían dicho que sus corazones no latían, ya había pasado una semana sintiéndolos sin vida dentro de mí, y me había puesto las pastillas. Ya sabía que era una mamá sin bebés.

Unas semanas antes, la prueba me confirmó la noticia que estaba esperando y que unos años atrás todavía no estaba segura de querer recibir. Mi relación con la idea de maternidad nunca ha sido pacífica. A los 15 años le dije a mi mamá que no quería tener hijos. Prefería viajar por el mundo y escribir reportajes. “¿Y entonces nunca sabré lo que es ser abuela?”, recuerdo que me dijo, casi llorando. Con el tiempo la idea se fue transformando en mi cabeza. Entonces he pasado de no querer ser madre a quererlo, a quererlo pero con otras condiciones, a quererlo pero sin renunciar a mayor cosa, a no quererlo, a quererlo pero sin ser la mamá típica que pasa su vida despeinada, estresada y frustrada, a no quererlo, a quererlo con todo el cuerpo, el alma y lo que haya. Y así. 

Un día, de repente, mientras caminaba por una calle, y sin mayor explicación, pensé y sentí que quería un bebé y que lo quería ya. Fue como si todo se alineara y tuviera sentido. Y al poco tiempo llegó la noticia. Había una vida y yo la sentía y me parecía impresionante que mi cuerpo pudiera hacer todo ese complejo proceso. Después no era uno, sino dos. Después eran dos, pero no se sabía si solo sobreviviría uno. Después no sobrevivió ninguno. 

*

Recibo mensajes que me dicen que no esté triste, que no llore, que tengo que mantener la fe, que ya vendrán otros, que a fulana le pasó y ya tiene tres, que me calme, que me levante, que el próximo será fuerte, que lo bueno es que ya sé que quiero ser mamá. Todas las mejores intenciones convertidas en puñales. Porque aunque yo intente seguir adelante, aunque me calme y me levante y después tenga otro, nadie me va a devolver a los que perdí. 

A mucha gente le pasa lo mismo, pero prefiere callarlo. Me cuentan que mi abuela tuvo tres pérdidas antes de mi papá, que mi tía también lo vivió una vez, y yo no lo sabía. Hablé con mi mamá sobre mi tío que murió al nacer, al que mi abuelo enterró en una urna chiquita. Una historia prohibida en mi familia, de la que solo llegué a saber porque mi mamá, curioseando en una caja fuerte cuando estaba pequeña, encontró una pulsera y un certificado de nacimiento, y empezó a hacer preguntas. Le contestaron lo indispensable y le dijeron que ese tema no se tocaba más. Como si no hubiera existido. Yo lo entiendo, no lo juzgo pero lo recuerdo. Y ahora me niego a hacer lo mismo porque a mí nadie puede venir a decirme que no fui mamá. Como si el amor, la preocupación, el cuidado y el dolor por la muerte hubiesen sido inventos y locuras mías. Como si todo eso fuera válido solo para los seres que tienen cierto tamaño y forma. Como si no tuviera permiso para encerrarme en casa y llorar, porque al final solo eran unos embrioncitos mínimos, seres humanos en potencia o “cosas” de mujeres que a nadie le importan. 

*

Empiezo a trabajar más, a salir y mirar el cielo y escuchar los pájaros cerca de casa. Empiezo a reírme sin sentir tanta culpa y me acompaño con las historias de otras mujeres que tampoco han podido abrazar a sus bebés. Somos una comunidad gigantesca y firme, en la sombra. Hay días en que mis bebés me visitan en los sueños, cuando estoy dormida o despierta y con formas muy diferentes. Días en los que parece que voy a hacerme más fuerte, y otros en los que oigo una canción en el supermercado y lloro en el pasillo de las cremas.

Entonces leo una entrevista a Mia Couto en El País y me reconforta. En una parte explica la visión que existe en África sobre la muerte y cita un párrafo del libro Trilogía de Mozambique, que cuenta cómo los muertos mueven el mundo, doman el sol, hacen que llueva y le dan de beber a los escarabajos. Me imagino a los bebés con un montón de gente que se ha muerto, una tribu inmensa que usa su energía colectiva para hacer que el universo funcione. Me tranquilizo porque sé que están ahí, en un sitio más grande que ellos mismos y que yo. Y empiezo a imaginarme ese sitio:

 ¿Es la gotica de lluvia que se suspende en las hojas de los árboles que están en la calle? 

¿El bosque fresco, el cielo o el viento? 

¿El mar? 

¿El mar Caribe, donde también hay un pedacito de mí?

 ¿O un lugar donde todo eso se junta y al que ni yo le puedo dar forma en mi cabeza porque es infinito y hermoso?

 

Collage de Danilo Guio

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