Esta serie contiene relatos pintorescos y desparpajados de mi experiencia de vida en Rusia que ya completa más de un año, después de que un capricho inoportuno nos trajo a mi esposa, mi hija y a mí desde nuestro hogar en China. Como cualquier otro país, Rusia no está en su capital, Moscú, ni en San Petesburgo. La verdadera esencia de una nación se encuentra bajo su piel, escondida en su profundidad, en su periferia y yo vine a parar, nada más y nada menos, que a pocos metros de una base militar. Aquí les dejo la tercera entrega de la serie.
Estábamos en una fiesta celebrando el día ruso del Oficial de Artillería, que se conmemora cada 19 de noviembre. Estos oficiales del ejército que se especializan en la operación del armamento pesado de tanques, barcos, submarinos y aeronaves de guerra tienen una gran estima por sus efemérides, al punto que coinciden en que ese día es el más importante del año, incluso por encima del cumpleaños de hijos, aniversarios de bodas, celebración de navidad y demás fechas especiales. Inevitablemente, dada mi nacionalidad surgió eventualmente, entre las bastantes copas de coñac armenio, la clásica conversación sobre las drogas, el narcotráfico y la cocaína. A estas alturas, he aprendido a sentir gusto por esa conversación, quizás porque la he tenido muchas veces, con muchas personas diferentes y con distintos resultados, así que se ha vuelto un experimento interesante.
Luego de conocer su posición –dentro de la lógica que uno esperaría de un operador de artillería pesada– mis sospechas acerca de su absoluto desconocimiento y nula comprensión del problema, me dispuse a aplicar el método hermenéutico en mi ruso rudimentario pero funcional.
Yo: “¿Qué es la cocaína?”.
Ales: “Un narcótico”.
Yo: “¡Correcto! ¿Por qué hay que prohibirla?”.
Ales: “Porque es mala”.
Yo: “Okay, y ¿por qué es mala?”.
Ales: “Porque es un narcótico”.
Tener estas discusiones es como pelar cocos: primero hay que luchar con una gruesa y tupida capa de materia inútil y luego enfrentarse a una dura cáscara de almendra para poder llegar a algo provechoso. La discusión continuó así:
Yo: “¡Correcto! Y ¿por qué existe ese narcótico?”.
Ales: “Porque ustedes la producen”.
Yo: “¿Y por qué la producimos?”.
Ales: “Pues… pues para los drogadictos”.
Yo: “¿Y quiénes son los drogadictos?”.
Ales: “Pues… pues los drogadictos, los narcómanos”.
Yo: “Nosotros la producimos porque hay quien la quiere comprar. Ley de la oferta y la demanda. Economía básica”.
Ales: “Pero es un narcótico”.
Yo: “Sí, y también es un excelente negocio. Muy rentable”.
Ales: “¿Estas diciendo que los narcóticos son buenos?”.
Yo: “Estoy diciendo que los narcóticos ilegales son muy rentables”.
Ales: “¿Por qué?”.
Yo: “Porque es muy cara, se vende bien y mucha gente la adora”.
Ales: “Pero es un narcótico. ¿Tu entiendes qué es un narcótico?”.
Yo: “Y es un negocio. ¿Tu entiendes qué es un negocio?”.
Ales busca la aprobación y el apoyo de otros invitados, aunque sin mucho éxito.
Yo: “La cocaína se puede vender muy cara en cualquier lugar del mundo porque es la droga preferida de los ricos. Muchos pagan lo que sea por unos gramos de heroísmo y omnipotencia”.
Ales está muy confundido y entra en la etapa de la negación.
Yo: “¿Sabes por qué es tan cara?”.
En este momento, Ales renuncia a la discusión y me invita a que tomemos más vodka y olvidemos el tema. Y así lo hicimos porque los tragos y los desacuerdos con desconocidos no son una combinación inteligente y siempre es mejor saber cuándo terminar una controversia.
Sin embargo, no pude evitar tratar de reconstruir nuestro pequeño e irrelevante debate para poder cerrarlo como debe ser, aunque fuese conmigo mismo, pues ya conocía suficiente la estructura mental de Ales que, desafortunadamente, mucha gente en todo el mundo comparte, especialmente en Colombia.
Entonces, mi diálogo-monólogo se hubiera terminado de desarrollar más o menos así:
Yo: “Sabes por qué es tan cara?”.
Ales: “Bueno, pues… porque es un narcótico”.
Yo: “No. Porque es ilegal. Está prohibida y eso limita su disponibilidad y crea un riesgo sobre su comercialización. Si fuera legal, no sería tan cara y el acceso a ella sería más fácil y seguro”.
Ales: “Cualquiera podría producirla y consumirla”.
Yo: “Cualquiera que la quisiera, fuera mayor de edad y pudiera pagarla. Y los colombianos nos ahorraríamos muchísimos problemas y muchísimo sufrimiento. Los consumidores estarían felices, los productores no tanto, pero harían su trabajo y pagarían impuestos y los colombianos en el exterior nos ahorraríamos la vergüenza de ser señalados o vistos con suspicacia por haber nacido en un país donde se produce una sustancia que muchos aman pero es ilegal. Yo me ahorraría la ira de saber que ministros, parlamentarios e incluso presidentes de mi país están untados con la crema de ese pastel”.
El coñac ya había hecho efecto en mi esposa y su amor y atracción hacia mí se estaban volviendo muy evidentes. Yo seguía intentando participar de una conversación racional entre adultos, pero fue imposible ignorar su lengua paseándose por mis labios y su no tan sutil twerking (un movimiento de baile en el que la mujer se inclina hacia adelante con la espalda arqueada y empieza a sacudir frenéticamente sus glúteos mediante pequeños zapateos en pies-juntillas, que aprendió de unas bailarinas cubanas), mientras estaba sentada en mis piernas.
Consciente de que la escena ya era demasiado explícita para nuestros amigos rusos, al cabo de algunos minutos, nos retiramos con la poca decencia que aún nos quedaba y con la promisoria expectativa de una buena faena. Ales, el Oficial de Artillería, se quedó allí con sus historias de cañones; yo quedé encañonado y listo para la batalla y mi esposa se quedó dormida.
Imagen de Nick Editedforprivacy.
Lee “Sancocho de otoño ruso“, el primer post de la serie Relatos de un latinoamericano en Rusia.

Lee «El sapo«, el segundo post de la serie Relatos de un latinoamericano en Rusia.

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