Vi medusas en el agua, haciéndose grandes y luego alargando sus cuerpos blandos al compás del viento. El agua fría, el viento frío. Un cuerpo sumergido en el río, que después salía a respirar un aire helado. La piel morada. La boca cortada, la sangre en los labios, y yo sentada en una especie de muelle sin barcos. Al otro lado, una fábrica de grandes chimeneas. Mi amigo había ido a limpiar uno de esos tanques. Vestido con un uniforme blanco de vinilo y una máscara de guerra, se había lanzado al vacío del tanque. Salía lleno de brea pegajosa y espesa. Su cuerpo también alargado y pesado lo devolvía al fondo del tanque, y desde arriba, parecía una protuberancia defectuosa de la estructura que lo envolvía. Recuerdo el día que me contó esto en un inglés marcado por su acento búlgaro.
Estábamos tomando el único sol que veríamos en mucho tiempo. Igual el viento, igual el agua. Frío todo alrededor, menos el lugar donde nos caía el sol persistente en la piel. Le dije que el mar me daba miedo. Que yo era más de montaña que de playa. Y entonces me dijo, como para darme ánimos, que a él un día se lo llevó una ola hacia el centro mismo del océano. Y entonces también me dijo que le tenía miedo, pero no al mar, sino a las montañas del lado del mar donde uno podía escalar. Por eso los dos estábamos sentados a la orilla del río, mirando medusas, mientras yo le contaba del día que me convertí en una. De eso, como 10 años atrás y miles de kilómetros al sur.
Aluciné que era medusa, que mis colores incandescentes me hacían nadar, soltar todo en la exhalación e impulsarme hacia arriba en la inhalación. Así descubrí que respiraba desde el centro de mi cuerpo, y que quizá, era una medusa de corazón y que por eso me gustaba mirarlas. Le dije que mi animal totémico era una medusa. Un absurdo, me dijo, porque a mí no me gustaba el mar. Era cierto. Entonces le dije que mi animal totémico era un escarabajo, que guardaba las alas para cubrirme el abdomen, y no estaba habituada a volar, pero podría en un caso de emergencia.
Se rió de mí, por no haber escogido un animal veloz como el zorro, o suave como un gato, o ágil como un águila. Soy miope, le dije. No podría ser un animal con vista increíble. No podría, tampoco, ser un animal ágil, porque a mi cuerpo de medusa terrestre le hacía falta disposición para el equilibrio. El equilibrio te mata, ya sabes. Todo lo que está en el punto de equilibrio, está quieto, y a mí siempre me ha resultado fatal estar quieta. Por eso, aun cuando el escarabajo está boca arriba, intenta balancearse para volver a sus seis patas y poder avanzar. Así avanzar signifique girar el cuerpo de nuevo sobre los élitros, e intentar volver a la posición original. Todo esto en un inglés aprendido con un diccionario en la mano, porque ni la botánica ni la zoología me salen en lenguas anglosajonas.
Mi amigo se reía, mientras se iba sumergiendo en el agua fría, y yo lo veía hundirse y desaparecer en el agua gris, que reflejaba el cielo de ese día. El frío me hace alucinar, concluí. Esta ciudad es muy fría para una mente sobria. También para una mente ebria. Lo sé porque apliqué el método científico. Estaba en Aalborg, temblando de frío y llorosa porque las horas de luz me habían desordenado el sueño. Había dormido 6 horas en los últimos 3 días. No tenía ojeras, pero ya se me notaba en el ánimo que no había podido descansar mucho. Esa noche cerré las cortinas y me amarré una pañoleta en los ojos. Al otro día descubrí que había dormido 17 horas seguidas. Y entonces volví al río. No vi medusas. No vi a mi amigo. Me vi caminando sola de regreso con las manos metidas en los bolsillos.
Ilustración de Isabela Acosta Jiménez
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