«La libertad de sueños no tiene garrotes»

Viajar es reinventarse cada vez y con cada destino, es una transformación constante en la que se resuelven acertijos y nacen secretos. Al viajar se revela la esencia de la identidad y se descubren los matices de la existencia.

Cada viaje ataca con una avalancha de emociones, nuevas experiencias y culturas, nuevos perfumes, nuevos colores, en cada uno nace un paraíso con miedos palpables y se es testigo de algún legado.

Elegir un destino de viaje favorito es difícil, con cada uno se persigue un sueño diferente.  Cada viaje es un momento para definirse, para vivir, para recordar y para disfrutar. Cada viaje es un momento para enmarcar, que se disfruta desde el inicio, cuando la persona del puesto del lado en el avión se persigna antes de despegar, hasta el final, cuando a regañadientes hay que volver a la realidad.

Este viaje, es el retrato escrito del escape de la ruta indicada por el desempleo, un viaje a la joya nacional del pacífico colombiano: el Parque Nacional Natural Gorgona, cuyo eco resuena en una frase imposible de olvidar: “La libertad de sueños no tiene garrotes”.

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¿Cómo se ve Gorgona?

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En el muelle de Guapi, un municipio en el occidente del departamento de Cauca, junto a un grupo de niños saltando al río del mismo nombre, inició un recorrido en lancha hacia la Isla Gorgona. De inmediato, el panorama lo inundó una selva impenetrable de un lado, y pelícanos cazando en picada del otro. Luego me hallé perdida en la inmensidad del mar.

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Desde ese momento tuve que andar con los ojos bien abiertos, atenta a todo detalle de cualquier salpicadura particular que indicara la presencia del anhelo de la temporada: las ballenas jorobadas o yubartas. Yo no creo en Dios, pero duré dos horas rogando al horizonte entre cielo y mar que me diera ese regalo. Sin embargo, en mi primer intento las ballenas sólo me regalaron algunos soplos a la distancia, acentuados por alguno que otro grito: “¡Allá hay una, allá hay una!”.

Los soplos a distancia fueron compensados por la cercana bienvenida de unos monos cariblancos y una cantidad innumerable de cangrejos ermitaños.

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¿A qué sabe Gorgona?

¡La sazón de esas negras no se compara con nada! La gastronomía del lugar sabe a mar, sabe a fresco, sabe a gloria. Yo aprendí a comer viajando y probando cosas nuevas, de todo tipo de sabores, texturas, aromas, formas, esencias…

El pescado frito era la alternativa del menú para los que no saben comer o no les gusta, yo me deleité con sudado de piangua, pargo rojo en salsa de mostaza, sudado de camarón con coco, y corvina en salsa de jengibre, todo acompañado de sancocho de pescado, arroz con coco, plátano, jugo, y un buen recordatorio del adiós a la juventud: el tintico después de cada comida.

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¿Cómo suena Gorgona?

En Gorgona se duerme y se despierta al son que impone el canto de los pájaros junto con la armonía de las chicharras, grillos, salamandras y cigarras. Pero el buceo, el buceo permite dilatar los sonidos y el silencio. El buceo es sumergirse en el ritmo del mar al escucharlo cantar. Es sentir el mar en toda su plenitud, es enajenarse de la realidad y desviar la atención hacia la perfección.

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Una noche fui a la playa anhelando un silencio inhóspito; en su lugar, encontré la sinfonía del mar, compuesta por el carácter tenaz de las olas que se golpean contra las rocas y desaparecen entre ellas lenta y armoniosamente, dejando como rastro la espuma resultante de las olas que devuelve la marea. Fue un sonido aislado que hallé estruendoso y tan maravilloso que ensordeció mis oídos.

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¿Cómo se siente Gorgona?

La isla me mostró el encanto de las contradicciones, Gorgona consta de un equilibrio perfecto, un balance entre naturaleza y humanidad que provoca un encuentro de emociones que oscilan entre la nostalgia y la exquisitez de la existencia.

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La presencia de animales submarinos como el tiburón aletiblanco puede resultar intimidante, más cuando por las fuertes corrientes te cortas un dedo mientras luchas por sostenerte de una roca a pocos metros de ellos, pero al intercambiar miradas, sabes que tus ojos no reflejan pánico, sino una explosión de adrenalina acompañada por un cosquilleo generalizado por todo el cuerpo. Cuando la presencia de una tortuga se impone ante ti con una energía juguetona y una mirada compasiva, conoces la felicidad, y cuando escuchas el canto de una ballena a pocos metros de ti, tan cerca que te hace vibrar, aprendes a llorar bajo el agua.

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Sin embargo, la ambivalencia de Gorgona tiene una frontera tan enigmática como palpable: el abismo entre el pasado y el presente. Los primeros en conocer este paraíso fueron los reclusos del penal que funcionó en la Isla de 1960 a 1984, pero para ellos, más que un paraíso, Gorgona fue el mismísimo averno, y créanme cuando les digo que desde las rejas que indican la entrada a sus ruinas, se siente como tal. Se siente el peso de la historia en su interior, que tiene tanto de mítico como de real, no por nada la primera frase que se lee es la inscripción a la entrada del infierno de Dante: “¡Oh vosotros los que entrad, dejad toda esperanza!”.

Hay misterios que yacen lejos del alcance de los sentidos, pero este, fue desgraciadamente perceptible. Lo primero que se ve al cruzar la reja es el callejón de la muerte, un estrecho con rejas electrificadas por donde los presos debían pasar para llegar al lugar donde cumplirían su condena, una condena en un infierno terrenal que fue descrita a la perfección por uno de los reclusos:

Maldito sea este lugar… maldito sea.

Aquí solo se respira la tristeza.

Aquí se bebe el cáliz más amargo que nos brinda el dolor y la pobreza.

Aquí la vida no tiene primavera.

Aquí el alma no tiene sensaciones

Aquí el amor no tiene compañera

Y pierde el corazón sus ilusiones.

Las ruinas están ahora cubiertas por musgo e invadidas por la naturaleza y su intento por curar heridas del pasado.

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¿A qué huele Gorgona?

La Isla huele a libertad, huele a tranquilidad, huele a selva, huele a mar, huele a paz, huele a vida, huele a plenitud, huele a felicidad, huele a esperanza. Los vientos de Gorgona soplan fuerte, arrastran las malas energías y te llenan de gloria.

En Gorgona no se respira encierro, se respira libertad. En Gorgona no te ahogas en una jungla de cemento, inhalas selva tropical. No te entra humo de cigarrillo sino te entra el aire del alma. No te sometes a la cotidianidad, ventea una realidad escogida. No actúas bajo la razón, te dejas llevar por el soplo que dirige al corazón, no te consume la ansiedad, te fundes con la brisa que complementa la existencia y modifica tu realidad.

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¿Cómo se vivió en Gorgona?

Gorgona fue la prisión de máxima seguridad del país, conocida como la isla de la muerte porque no prosperó ninguno de los intentos de fuga. Se cuenta que uno de los presos planeó una fuga de tres intentos: en el primero se escondió en las profundidades de la selva mientras analizaba los tiempos de reacción de los guardias, las medidas de seguridad que se tomaban, la localización de las salidas a puertos, su propia ubicación y el tiempo que tardarían en dejarlo de buscar. En su segundo intento logró huir en un buque, pero al llegar a puerto fue nuevamente arrestado y devuelto a la isla. Para su tercer intento ya tenía reservas y escondites localizados, se resguardó durante unos días hasta que dejaron de buscarlo, construyó una balsa con madera y una vela hecha de hojas de palma y logró huir. Las versiones cuentan que después se encontró con el único médico que trabajó en la isla y pudo contar su fuga.

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El hospital era la mayor ilusión de un preso en Gorgona, muchos de ellos se autoflagelaban para obtener tratamiento especial, se hacían morder de serpientes o se daban golpes para ser remitidos allí. Bernardo fue el único médico del reclusorio, y practicaba cirugías de cabeza y amputaciones mayores con una segueta y un cuchillo como únicos materiales quirúrgicos.

Como los presos eran los que cocinaban, se presentaban casos de envenenamiento y racionamiento de la comida, según las preferencias y los turnos de los cocineros, por lo que se idearon una solución: entre las ruinas se alcanzan a ver tres muros con un orificio a la altura de la cintura, por donde los cocineros pasaban la comida al resto de los presos sin poderles ver la cara. Sin embargo, los reclusos crearon un sistema de señales con anillos, que según el dedo donde lo llevaran, mandaban un mensaje, el anillo en el dedo del corazón indicaba envenenar al de atrás.

La entrada a los dormitorios cargaba con el peso de la resignación. Alambres de púas me separaban de camarotes de dos o tres pisos, ahora habitados y cubiertos por chimbilás. Sólo se preservó un dormitorio, la estructura del otro fue consumida por la vegetación e invadida por las ratas semi espinosas y serpientes como la cobra, boas o la talla x.

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Se me cortó la respiración al conocer las celdas de aislamiento o de castigo en las que los reclusos podían pasar días o meses, según su falta. Había tres tipos de celdas: en las más grandes no se podía dar ni un paso y sólo se veía un bloque de cemento y una letrina. Sin embargo, al conocer las celdas que llamaban bretes, las anteriores parecían el paraíso. Eran lugares donde los reclusos debían permanecer de pie el tiempo que durara el castigo, muchos de ellos morían de calor o de cansancio, pero aún debían agradecer el alimento.

El último lugar de castigo conocido fue el botellón, un hueco en el piso donde no había ni letrinas, ni les daban de comer. En algún momento del día, les arrojaban las sobras de comida, y lo que alcanzaran a coger era lo que podían comer.

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¿Cómo se vive en Gorgona?

El último día de mi viaje, un domingo en la tarde, cuando la mayoría de los visitantes de la isla estaban cansados y algo decepcionados por el segundo intento de avistamiento de ballenas, en el que sólo vimos lomos y uno que otro soplo, yo seguía aferrada a la esperanza de poder presenciar esos saltos imponentes. Tenía que convencer a Eduardo, el administrador, de darme una última oportunidad.

–Eduardo, por favor, te lo pido, déjame hacer el último recorrido en lancha, mira que ayer no nos fue tan bien –le dije mientras él se reía por mi insistencia y persistencia.

‒¡Dios mío! A esta muchacha le va a dar algo si no ve las ballenas. ¿Hay alguien para ir a ver ballenas?  –‒le preguntó a Alison, una de las voluntarias de PNN.

‒No, unos están buceando, otros están descansando, y otros están esperando el recorrido por las ruinas del penal.

–Si es por la gente yo se la consigo –le dije a Eduardo–. Me voy de puerta en puerta, le lavo la lancha, le atiendo la tienda, pero lléveme a ver ballenas, ¿sí?.

Creo que mi cara de desespero y suplica ayudó, porque al fin él me dijo: “¡Ay bueno! Vaya a ver a quién consigue”.

Hice lo que dije, pero recibí una negativa tras otra. Antes de perder la esperanza, una señora de edad y una pareja accedieron a ir conmigo.

‒Ya le conseguí una señora y una pareja, si le hace falta más gente, ¡pues venga usted!‒ le dije riéndome.

‒¡Hasta que la logró! Camine pues.

Muchos han tomado mejores fotos o videos, logrado saltos más altos, pero para mí el avistamiento que vi y capturé fue el mejor del mundo. Sentí que el corazón se me iba salir cuando por fin una ballena saltó, y para sorpresa nuestra, la siguió su ballenato, que estaba aprendiendo a saltar. Nos regalaron un espectáculo sin igual, al menos 13 saltos seguidos mientras nos acercábamos cada vez más.

‒¿Contenta?‒ me preguntó Eduardo.

‒¡Sí!

‒Mínimo me gané el video.

‒¡Se ganó fue el cielo!

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