Por Óscar Iván Pérez H. / Instagram: @oscarivanperezh.
La Primavera, Vichada
Todo lo que cargo, lo uso, y todo lo que no uso, lo dejo. Así de simple es el principio que aplico para cualquier ítem de mi equipaje. Y debe ser así porque tengo una capacidad de carga bastante limitada. Apenas llevo una maleta en el pecho con 10 kilos de tecnología y una mochila en la espalda con 22 kilos de todo lo demás. Físicamente no tengo cómo cargar más: me muevo a pie y en transporte público. Tampoco siento la necesidad de hacerlo. El viaje me ha ayudado a desprenderme de lo accesorio y a descubrir lo esencial.
Ropa
Parte de la vanidad que siempre tuve se ha ido con el nomadismo. Ya no puedo darme el lujo de lucir prendas distintas cada vez que salgo a la calle en el transcurso de un mes. De hecho, hay unas que debo repetir con muchísima frecuencia. No hablo de usar ropa sucia (¡hasta allá no pienso llegar!), sino de tener un ropero menos diverso de lo que solía ser. En la maleta solo cargo, por ejemplo, unas sandalias para estar en el hotel, unos tenis para andar por la calle y unas botas para caminar por la naturaleza; también llevo un saco con capucha para abrigarme en días fríos y una chaqueta impermeable para protegerme de lluvias ligeras.
Llevo un número mayor de camisetas y camisas, desde luego, pero no tan grande como para salir con pintas distintas en los retratos esporádicos que me tomo. Es la cantidad apenas necesaria para tener algo limpio que ponerme todas las mañanas (e incluso cambiarme algunas tardes, si he sudado mucho), siempre que vaya a la lavandería una vez por semana. Esto también aplica para las gorras, las medias, los bóxers, los shorts y los pantalones que traigo.
No siempre he vivido así. Recuerdo que mi armario en Bogotá tenía secciones enteras de prendas y accesorios que nunca usaba, pero que tampoco era capaz de regalar porque quizás más adelante las podría necesitar. ¡Era una mentira! Lo sé ahora y lo sabía en ese momento (aunque me hiciera el loco). Y eso que nunca fui un comprador ni un acumulador compulsivo.
Cuando vuelva a vivir en un lugar fijo me gustaría tener más ropa de la que tengo hoy, pero menos de la que tenía antes. En efecto, hoy me atrae la idea de seguir el Proyecto 333, ese reto del cual me reí alguna vez y que consiste en vivir 3 meses con solo 33 prendas de ropa. ¿Para qué? Para lo obvio: tomar consciencia de la cantidad de ropa innecesaria que tenemos y aprender a comprar y a vestirnos mejor (bueno, esto último lo podría empezar a hacer ya).
Libros
Los primeros confinamientos de 2020 me cogieron visitando a mis padres en Montería. El viaje que inicialmente iba a durar cinco días se convirtió en uno de cinco meses, así que el tiempo más incierto y extraño de la pandemia estuve lejos de mi hogar y de mi biblioteca. Afortunadamente, mi papá tiene muchísimos más libros que yo –cuatro o cinco veces más– y aproveché mi estadía para hojear y leer títulos que tenía en la lista de deseos.
Por esos días también se me ocurrió comprar un Kindle para cargar conmigo una biblioteca entera en un dispositivo más liviano y más pequeño que un libro de bolsillo. El Kindle parecía ser la solución perfecta para acceder a los libros de mi biblioteca, aunque estuviera lejos de ella, y para llevar conmigo todos los títulos que quisiera cuando estuviera de viaje. Una idea genial, ¿no? Pues no lo fue en mi caso: desde el principio tuve dificultades para sentirme cómodo leyendo un párrafo a la vez (que es lo que deja ver la diminuta pantalla del dispositivo), para ubicar las ideas dentro del libro (tengo una memoria muy visual a la hora de recordar lo que leo), y para hojear lo que ya leí y chismosear lo que viene (me gusta releer lo que he rayado y leer frases al azar de páginas a las que no he llegado). El resultado: una experiencia de lectura muy por debajo de la que me ofrecen los libros impresos.
Aun así, inicié la vida itinerante sin libros en la maleta. “Aprenderé a disfrutar de la lectura en el Kindle y me ahorraré el peso de los libros impresos”, me dije. Pero fue un burdo autoengaño: durante los tres primeros meses de viaje no leí ni un solo libro. Me conformaba con la lectura en el celular de notas breves publicadas en medios de comunicación y redes sociales.
El asunto cambió cuando salí de la convalecencia del covid-19 en mayo del año pasado. Apenas pude abandonar el cuarto del hotel, salí a caminar y a comer algo rico. Y entonces los libros exhibidos en las vitrinas de un almacén me hicieron ojitos y no me pude resistir. Recorrí sus estantes en busca de novedades y me quedé con un libro que me devoré en un par de días: Mugre rosa, de la genialísima Fernanda Trías. Desde entonces no he parado de leer y mucho menos ahora que acepté la invitación de dictar un taller de literatura de viajes en la librería Casa Tomada. Así que ahora no viajo con uno o dos libros impresos, sino con cuatro o cinco que voy renovando cada vez que paso por Bogotá. Definitivamente, hay pesos que vale la pena cargar.
¿Y qué pasó con el Kindle? Pues está donde debe estar: cogiendo polvo en un armario.
Diario de viaje
Escribo en diarios desde que estaba en el bachillerato. Siempre me han servido para entenderme mejor (tengo mayor claridad en las ideas después de escribirlas) y llevar un registro de las cosas que hago y me pasan (algo fundamental para lidiar contra el desvanecimiento progresivo de los recuerdos).
Releer las notas del diario me hace volver a vivir lo vivido. Me pasó días antes de entregar el apartamento en donde residía en Bogotá. Eché en una caja todos los diarios que he llenado y no resistí las ganas de hojear el que llevé cuando hice el viaje por New York, Japón, Vietnam y San Francisco en diciembre de 2014 y enero de 2015. Y, uuuuff, fue una experiencia demasiado hermosa. La lectura me devolvió a las experiencias, las personas y los lugares que conocí en esos dos meses intensos, dos de los meses más significativos que he tenido como viajero, de ahí que hubiera vuelto especialmente a esas páginas. Y entonces reconfirmé que el diario de viaje no podía faltar en mi equipaje. Y no me he equivocado.
Tecnología
Esta es la primera vez que hago un viaje largo con un computador portátil. Y lo hago no solo para trabajar en el camino, sino para navegar por internet y, algunas noches, ver películas y series de televisión. También me es indispensable cuando, como hoy, escribo un texto que quiero compartir. A mano solo puedo llevar diarios personales, escribir textos que nadie más leerá, elaborar primerísimas versiones de las ideas que se me ocurren.
Ni hablar de mi dependencia al celular. A veces me aterra el número de veces que, sin necesidad ni trascendencia, lo miro en una hora. Esta dependencia es entendible, me digo, pues el celular es muchas cosas al mismo tiempo: teléfono, mensajero, reloj, reproductor de audios, lector de archivos, cámara fotográfica, grabadora de sonido, bloc de notas, archivo digital, oráculo… Por eso es el dispositivo que más uso y que nunca suelto. Mi verdadero apéndice digital.
No lo son la grabadora de voz ni la cámara fotográfica, dispositivos que raras veces saco en mis recorridos urbanos o por la naturaleza (en parte por el sofisma de tenerlos ya incorporados en el celular). El dron es mi compañero en citas muy especiales, por lo general esporádicas. Volar el dron es un divertimento doble y relativamente reciente; significa pilotear una aeronave a control remoto (que me recuerda mis días y noches adolescentes entregadas a los videojuegos) y hacer fotos y videos (una versión expandida de lo que hago con el celular y la cámara). Al dron le debo el despertar de mi interés por los videos; ahora me divierto haciendo piezas cortas que luego edito en aplicaciones que instalé en el celular o directamente en los Reels de Instagram.
Grabar audios, tomar fotos y hacer videos son las excusas que muchas veces me sacan del hotel y que, con el ánimo de crear contenido, me llevan a pensar en planes que de otra forma no haría en ese momento, como navegar el brazo de un río al amanecer, subir a la cima de una montaña por tercera vez o caminar a oscuras por un terreno húmedo repleto de anfibios. El deseo de crear contenido es como la llamada de un amigo en una tarde lluviosa que te hace quitar las cobijas y salir a la calle a disfrutar de la vida.
Mercado
Desde hace muchos años adopté la costumbre de cargar siempre algo de comer mientras viajo: maní, galletas, queso. Algo. Nunca se sabe cuándo un recorrido se alargará de más o transitaremos por rutas desoladas.
En esta vida itinerante me topé con una necesidad mayor: llevar un minimercado que permita calmar el hambre entre comidas, claro, pero también resolver en el hotel algunos desayunos y cenas. Siempre almuerzo por fuera, pues me gusta parar de trabajar al mediodía, estirar las piernas y disfrutar de una comida calientica y recién hecha.
En algunos destinos me ha sido difícil encontrar opciones de alimentación para las mañanas o las noches que no sean grandes ni llenas de harinas o fritos. En los pueblos que se alzan a orillas del río Meta que recorro en estos días, por ejemplo, el desayuno tradicional viene con preparada (un “jugo” muy aguado), caldo con algún tipo de carne y bandeja con huevo y/o proteína animal, arroz, arepa y ensalada. Un almuerzo, mejor dicho. Algunas de las mañanas que le huyo al cereal en el cuarto del hotel compro solo el caldo o la bandeja. Algo similar me ha ocurrido en las noches: encuentro restaurantes que ofrecen platos más grandes de lo que quisiera y menos saludables de lo que busco, así que algunas veces opto por comer cosas que he comprado en los supermercados y que, lastimosamente, suelen venir enlatadas: en los hoteles no tengo acceso a estufa ni a nevera.
Y, aun así, he subido de peso en los últimos meses.
Colchoneta
Aparte de caminar, un hábito que adquirí desde que estudiaba en la universidad, el único ejercicio que hacía en mi vida sedentaria era montar cicla. Y tampoco era un gran ciclista: simplemente daba vueltas al parque Simón Bolívar un par de días entresemana o salía los domingos a la ciclovía. No usaba la cicla como medio de transporte, porque no me sentía seguro en la capital, odiaba llegar sudando al trabajo y evitaba las lluvias frecuentes. Así que al iniciar la vida nómada me quedé sin el único ejercicio que hacía. Y pronto me pasó factura: un cuerpo con menos energía de lo habitual y con algunos kilos de más.
Durante meses no encontré ninguna solución para ejercitarme. Estaba bloqueado porque pensaba que necesitaba una cicla o unas pesas para sudar y claramente no las podía cargar conmigo. El gimnasio lo descarté desde un principio, pues nunca me he sentido cómodo en él. Pero la verdad era que mi premisa inicial era la que estaba equivocada: no necesitaba ningún accesorio para ejercitarme. Mi propio peso corporal bastaba. Bueno, mi cuerpo y una colchoneta para no lastimarme.
Desde hace un par de meses he empezado a hacer entrenamiento funcional y me ha gustado bastante. Siento que perdí mucho tiempo antes de empezar –toda una vida, para ser exacto–, pero que no es tarde para adoptar este hábito. Curiosamente, empezar a hacer ejercicio regularmente me ha ayudado a decirle no a las hamburguesas, los perros, las pizzas y otras delicias que me coquetean cuando salgo a caminar por las noches. Como que el cuerpo me pregunta “¿para qué vas a comer eso, si acabas de hacer ejercicio?” o incluso erradica directamente el antojo. Ejercitarme me ha hecho sentir mejor conmigo mismo y tener más motivación para cuidarme.
La colchoneta es el elemento más inesperado que he sumado a mi equipaje en esta vida nómada (y espero que no me vuelva a faltar).


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Un comentario en “Equipaje para una vida nómada”