Texto y fotos de Gabriel Santamaría

A mediados de 1987, en un día cualquiera, mi papá llegó de la oficina con unas cajas en la mano, además de su cansancio y esa corbata azul medio suelta que siempre llevaba.

Eran unos sets de Lego que le había regalado uno de sus mejores amigos, Herr Kune, un alemán que vivía en Colombia desde hacía 25 años y que pensó en mis hermanos y en mí para obsequiarle esas cajas con trenes y carrilleras a mi papá.

Hoy en día queda poco de esos sets originales, pero conservo las locomotoras, unos pocos muñecos y más de mil piezas. Terminé por extraviar el resto con el desorden que implicaba sacar las fichas en un cuarto y regarlas por todo el piso.

Hace 6 meses encontré unas piezas de imitación de Lego en una precaria cacharrería de Girardot y desde entonces me dedico a comprar muñecos y a veces carros y aviones, y los mezcló con las fichas originales que sobrevivieron al paso de los años y el olvido persistente de tener un juguete que ya nadie usaba.

Para mí, Lego es un camino directo hacia el mundo creativo, la imaginación y el ocio. Por eso últimamente tengo un nuevo interés por esta marca y sus imitaciones que es capaz de cautivar a niños y a adultos.

Jugar con Lego de niño era absorbente y sano, pero hacerlo en la adultez es un tremendo viaje hacia la perspectiva íntima de apreciar un juguete que no solo es herramienta artística, sino también afición persistente, y que te despierta la curiosidad de crear con él, sin la necesidad de proponértelo.

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