Texto y fotos por Liliana Páez Jaramillo
Toneladas de envases, bolsas de basura, sedimentos y hasta árboles viajan por el arroyo San Juan, en Barranquilla, después de un intenso aguacero. El río de basura fue compartido en redes sociales y atrajo la atención de políticos y ciudadanos preocupados. Estas imágenes me confirmaron algo que venía pensando: la basura sólo es un problema cuando está a la vista y nos incomoda, pero, mientras esté enterrada en algún lugar, pensamos que está bien. La realidad es que el problema siempre ha estado ahí sólo que ahora no podemos esconderlo.
Es doloroso enterarse de noticias que muestran la incapacidad institucional de los gobiernos en Colombia para lidiar con asuntos públicos como la sanidad en los territorios y el cuidado del ambiente. Parece increíble, pero todavía muchas comunidades, especialmente en zonas rurales, no cuentan con servicios públicos básicos de recolección de basuras ni con lugares adecuados para la disposición final de sus residuos.
El asunto me interesa desde el viaje que hice en 2019 a Vigía del Fuerte, el municipio antioqueño en el que desarrollé una investigación académica en la Universidad Externado de Colombia, pues centró mi atención en la basura y en la responsabilidad que tenemos como sociedad con el manejo y la minimización de nuestros residuos.

Vigía del Fuerte se encuentra en el corazón del Río Atrato en una zona húmeda y rodeada de selva tropical. Sus habitantes viven sin acueducto ni electricidad y con las secuelas de haber vivido casi literalmente entre la basura. Esto se debe a que, al carecer de un sistema de recolección, la comunidad normalizó el hecho de arrojar los residuos bajo sus viviendas y acumularlas ahí en grandes cantidades. El municipio además se encuentra en una de las regiones más afectadas por el conflicto armado –está ubicado al frente de Bojayá–, por lo que le ha tocado subsistir con el abandono estatal.

Para llegar a Vigía, mi directora de tesis, mi compañero y yo tomamos un avión en Bogotá que nos llevó a Quibdó, Chocó, y luego una lancha por el Río Atrato en un recorrido de más de cuatro horas. Tan pronto nos instalamos en el único hotel del municipio, ubicado en una casa grande con habitaciones sencillas y limpias, empezamos el desarrollo de las entrevistas y actividades planeadas para los cinco días que nos quedaríamos.
Ver a más de cien niños y niñas recolectando botellas de plástico o cartón dentro de la basura fue una de las escenas que más me impactó en la visita. El premio al final de la tarea fue ver en cine Capitana Marvel con un combo de crispetas y gaseosa. El cine ecológico es una iniciativa del proyecto de manejo adecuado de residuos sólidos de la fundaciones Salva Terra, Grupo Familia y Fraternidad Medellín que se organiza cada quince días para enseñarles a los más pequeños de la comunidad que los residuos acumulados en las calles pueden tener valor. El evento se llevó a cabo en un salón del Parque Educativo del municipio con un proyector prestado por la Alcaldía local. Para entrar era obligatorio que los asistentes entregaran 20 botellas de plástico o un kilogramo de cartón, para procesarlos en la planta de reciclaje y de paso ayudar a la limpieza de las calles. ¡Una maravilla!
Tal vez los días de mayor aprendizaje fueron cuando acompañamos a los recicladores de oficio en su trabajo. Recorrimos las casas de los cinco barrios para recoger los residuos de cada familia. Luego, llevamos los residuos que no podían ser aprovechados (que eran la mayoría, porque no estaban separados) a un botadero de basura a cielo abierto ubicado a sólo unos metros del Río Atrato. Allí tuvimos que lidiar con los hedores y lixiviados que desprenden las basuras orgánicas no tratadas adecuadamente. También estuvimos en la planta de reciclaje y en la biofábrica en donde se hacía compostaje de residuos orgánicos. Con este abono natural se alimentaban las huertas comunitarias de plantas de verduras como lechugas, tomates, espinaca y pepino. Fue asombroso ver cómo los residuos se pueden convertir nuevamente en vida, ayudan a las comunidades a fortalecer sus lazos y a acceder a alimentos nutritivos.
Sin embargo, durante la visita tuvimos que comprar comida rápida (hamburguesas, mazorcadas y parrilladas), porque no se conseguía fácilmente comida saludable y no había peces sanos en el río (los pocos que hay están tan contaminados con el mercurio usado en la minería ilegal que no eran aptos para consumir). Desde 2016, el Río Atrato fue declarado sujeto de derechos en una sentencia histórica de la Corte Constitucional, pero la situación no parece haber cambiado mucho desde entonces.

La despedida de Vigía no pudo ser mejor: navegamos y nadamos en una ciénaga con aguas cristalinas que se fundían con el cielo. El Urabá es un paraíso.

De vuelta en Bogotá me descubrí incómoda frente acciones del día a día que antes no cuestionaba y por las que no tomaba responsabilidad. Tener un acercamiento tan directo con la basura y las personas que trabajan con ella me cambió. Y, sobre todo, me llevó a reflexionar sobre mis hábitos de consumo: ¿Cómo genero menos basura? ¿Realmente necesito todo lo que compro? ¿Necesito lo que tengo y que ya no uso? ¿Cómo puedo tomar decisiones de consumo más conscientes?
Estos cuestionamientos me llevaron a buscar datos para entender la magnitud del problema de la basura. En Latinoamérica, por ejemplo, un habitante de una ciudad produce alrededor de 230 kilogramos de basura al año. Si pensamos en una persona que vive 80 años, estaríamos hablando de que, a lo largo de su vida, esa persona generará aproximadamente 18 toneladas de basura, de las cuales sólo se reciclarán tres. Lo demás irán a parar, en el mejor de los casos, a un relleno sanitario. Según la organización internacional Global Footprint Network, los seres humanos necesitaríamos 1,7 tierras para satisfacer nuestras necesidades de consumo de un año, es decir, estamos consumiendo recursos naturales mucho más rápido de lo que el planeta puede regenerarse.
Preocupada por las cifras me propuse reducir al mínimo la cantidad de residuos que genero. La forma más sencilla que encontré de hacerlo fue analizando mi propia basura para luego buscar alternativas que me acerquen, de a poco, a este objetivo. Puedo decir que tareas tan sencillas como llevar siempre conmigo un recipiente reutilizable, comprar en mercados a granel, arreglar lo que antes pensé en botar, comprar productos de aseo a empresas que hagan recargas en los mismos recipientes y contactar asociaciones de recicladores que se lleven los residuos aprovechables, son acciones que suman o, mejor dicho, restan mucha basura. La inspiración para salir del enfoque lineal en el que sólo compramos, usamos y desechamos, sin pensar en las consecuencias y los límites del planeta, podríamos tal vez encontrarla en la naturaleza que no desperdicia absolutamente nada y en donde todo tiene una relación circular.
Muchas personas aún piensan que son iniciativas insignificantes si se comparan, por ejemplo, con el ritmo de extracción de recursos y la contaminación que generan las grandes compañías de mundo, y eso les sirve de argumento para no hacer nada. En mi caso, trato de hacer lo que esté a mi alcance para vivir con coherencia y amor infinito por el planeta que nos da todo.
¡Gracias, Vigía!

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