Por Aaron Firestein y Carolina Fonseca
Este ha sido un año de muchas preguntas. Preguntas que me hago constantemente y para las cuales rara vez recibo una respuesta definitiva. Una de las preguntas que me he hecho durante los últimos meses es: ¿cómo puedo convertir este año, que bajo cualquier visión podría considerase un castigo, en un año que recordaré con cariño? Si bien hay una multitud de maneras de ver el “lado positivo” de las situaciones, para mí, la oportunidad de volver a la naturaleza ha sido de lejos, el punto ganador de este año.
Vivir la pandemia en una ciudad tan grande como Bogotá ha sido difícil debido a las reglas terriblemente estrictas que se aplicaron, en particular la prohibición de acceso a los senderos naturales y la prohibición de salir de la ciudad sin los documentos adecuados. Durante casi seis meses vivimos en una jungla de concreto, sin poder salir. No voy a negar que se me hicieron seis meses terriblemente largos.
Una vez que se levantaron las restricciones de cuarentena el primer día de septiembre, aprovechamos con mi esposa y salimos volando de la ciudad. Así fue como llegamos a la casa de mis suegros que construyeron hace treinta años como un espacio de descanso para los fines de semana. Nuestro destino no se conoce necesariamente como el Jardín del Edén, o al menos eso era lo que pensábamos. Para los que conocen la zona a la que me refiero es el pequeño pueblo de Melgar en el departamento del Tolima. Melgar está a tan solo un par de horas de la Bogotá fría y, sin embargo, es un mundo aparte y completamente diferente principalmente porque hay que descender 2,100 metros para llegar aquí. Puede que Melgar sea una ciudad importante para algunos, pero para la mayoría de nosotros, es solo un lugar cálido a pocas horas de un lugar frío. Cabe mencionar, sin embargo, que es una ciudad muy importante a nivel mundial, pues su historial incluye el récord de la mayor cantidad de piscinas per cápita del país. No sé si se entendió mi sarcasmo en el comentario anterior, pero en todo caso, la distinción mundial «piscinera» debería reemplazarla una estadística que para mí es realmente digna de presumir: la cantidad absolutamente alucinante de aves y animales hermosos e inusuales que hacen de Melgar su hogar.

Me atrevo a decir que durante esta pandemia casi todos hemos estado en un ciclo interminable de intentar mantenernos ocupados sin hacer mucho. Para aquellos de nosotros que hacemos de la ciudad nuestro hogar, la mayoría de las actividades a las que parece que recurrimos están conectadas de alguna manera a una computadora. Lo sé por mí, y por mi esposa, que lo habitual era Netflix, Youtube o algo por el estilo. Cuando nos mudamos tiempo completo a esta comunidad pequeña Melgareña sin mucho que hacer, rápidamente descubrimos que había un espectáculo aún mejor: buscar todo tipo de animales deambulando por los arbustos a cuadras de nuestra casa.

Lo que encontramos excedió cualquier expectativa que teníamos. Me refiero a más de 50 tipos diferentes de aves que parecen haber sido inventadas por algún científico loco que tomó demasiado LSD, más de 20 tipos de las más hermosas mariposas que he visto, insectos extraños por los cientos, un mono clasificado como vulnerable y muy difícil de ver llamado el Grey Bellied Night Monkeys, armadillos e incluso un par de tipos de zarigüeyas. Levantarse cada mañana y dar un paseo por el conjunto residencial aparentemente aburrido y sin mucho que ofrecer, ha sacado a la luz dos importantes remedios para nuestra vida: una forma saludable de terapia mental y una reintroducción a la posibilidad de ser sorprendido.

Ya sea a pequeña o gran escala, este año ha puesto a prueba todo nuestro bienestar mental individual. No soy quién para decir que una es mejor que otra para aliviar el estrés pero, para mí, no hay mejor meditación que fotografiar la naturaleza.
He sido un fotógrafo ávido desde que tengo uso de razón. Si bien he incursionado en la fotografía de la naturaleza de vez en cuando (principalmente en viajes cortos a lugares donde el entorno es ideal para ello), no ha sido algo en lo que me haya metido tan profundamente de manera tan constante, hasta ahora. La gente a menudo me pregunta por qué lo amo tanto (REALMENTE lo amo), y creo que finalmente he resuelto el rompecabezas. ¿Conocen el viejo adagio «vive en el presente»? En realidad, eso no es posible, al menos no para la mayoría de nosotros que padecemos del estrés, ansiedad y todas las demás cosas que conlleva ser un humano. Sin embargo, lo que sí es posible es estar presente durante breves períodos de tiempo, momentos en los que realmente no estás pensando en nada más que en lo que estás haciendo en ese mismo momento. Como los animales salvajes no suelen ser seres que se quedan quietos, el fotógrafo debe ser el que no se mueve. Esa quietud, la conciencia de tu respiración, el enfoque, la atención a los detalles de la cámara y la atención de mi interacción con el entorno natural, los ruidos que te llegan desde todos los ángulos, estas cosas te obligan literalmente a estar en el momento y, cuando lo logras realmente, encuentras la paz. En un año normal eso es difícil de encontrar. En 2020, olvídalo. Este simple pasatiempo al que le he dedicado tanto tiempo me ha permitido encontrar momentos necesarios de paz interior.
Un efecto secundario igualmente importante de este tiempo dedicado a fotografiar la naturaleza ha sido, aunque sea a pequeña escala, compartir experiencias que nos sorprenden, en el buen sentido. COVID-19 nos ha traído a todos una sensación de repetición que bordea lo insoportable, por lo que la combinación de estar al aire libre y no saber qué es lo que puedes encontrar en tu caminata es exactamente la medicina que necesitaba para estos tiempos difíciles. Los animo a todos y cada uno de ustedes a darse espacios que les dé la oportunidad de sorprenderse, sin importar dónde se encuentren ahora.










Un comentario en “Safari en un conjunto residencial”