Por Mabel Giraldo
Este post hace parte de un proyecto que he tenido guardado, que me han sugerido, que me han pedido, y que hoy, sintiéndome lista, quiero comenzar. Una serie de publicaciones para contar del mundo, para escribir de mis andanzas: Confesiones desde mi cuarto. Escritos desde esos cuartos que he habitado, de esos lugares que me han acogido a lo largo de mis viajes y caminos. De ese lugar al que siempre llego a escribir y a reposar lo vivido.
Tomé el tren que salía de Ginebra a París un miércoles a las 3:30 de la tarde. Estaba ansiosa y muy feliz por volver a esa ciudad que no visitaba desde tres veranos atrás. A París siempre he ido en verano, y aunque dicen que la ciudad es de “ensueño”, no he podido dar con el “sueño”.
Ese miércoles caía sobre la ciudad una lluviecita de esas que no moja demasiado, pero estorba. Los señores que estaban frente a mí en el tren me indicaron cómo hacer para tomar el metro hacia la estación a la que debía llegar. En resumidas cuentas no fue tan complicado y usando el GPS de mi aparatejo pude ubicarme.
El metro de París no es nada complejo. Salí por una calle, ni me acuerdo cuál, y ubiqué al ‘petit hotel’ que estaba algo escondido entre unos edificios muy bonitos al parecer gubernamentales. El hotel, del que tampoco recuerdo el nombre, estaba ubicado cerca de la Bastille, si no estoy mal, y era uno de esos lugares que están de moda y llaman ‘hotel boutique’, lujoso, con pocos cuartos y todo dispuesto con sumo cuidado y elegancia. Me acerqué a la recepción con mi francés improvisado y saludé: “Bon mmm nuit?” y entre una palabra mal dicha y otra finalmente dije: “Vous parlez Anglais?” a lo que el recepcionista dijo: “Oui, pardon, yes. Ahhhh ok, that’s better for me”. Pregunté por las personas que venía buscando, o en este caso una porque sus nombres son homónimos. A lo que el señor respondió que no se encontraban pero que, si quería, podía esperar a que llegaran en el lobby del hotel.

Al principio un camarero se me acercó y me ofreció agua, té o café: “Excuse moi mademoiselle, qu’est-ce que vous voulez?”. “Eau mmmehhh et café s’il vous plaît, merci beaucoup”. Mi novato ‘francés’ había estado pasando revista por los cafés de Ginebra en donde recordaba con esmero lo que hacía tres veranos Monsieur François me había enseñado en un salón de la Sorbonne. Seguí con mi café en una mano y con un ejemplar de Le Monde en la otra. Terminé el café y pasé a tomarme el agua y a leer las revistas que quedaban.

Había pasado una hora y veinte minutos desde que había llegado y yo ya había terminado de ver todo lo que había en ese lobby, ya había detallado hasta la flor más chiquita del arreglo que tenía al frente. Esperé y esperé… revisé mis mensajes a ver si encontraba algo y nada. Ya eran como las ocho de la tarde y yo no sabía qué hacer. Tenía tanta hambre que decidí salir a buscar un restaurante para comer algo, pero pensé que si me quedaba mucho tiempo afuera podían volver y perderme de pasar tiempo con ellos, con él. Entonces decidí ir al Monoprix más cercano y comprarme una bandejita de esas malucas de comida preparada, era pasta y la pasta me gusta, entonces no fue tan frustrante. Compré una botellita pequeña de vino para acompañar la comida, en Europa me gusta seguir esa costumbre, y volví al hotel. Mi salida duró por mucho 15 minutos, que se me hicieron eternos y angustiantes.

Volví con la esperanza de ver alguna cara conocida en el hotel, pero nada, nadie había llegado. Como tenía que bajar mis ansias, cedí un poco y dejé que las cosas pasaran. Pedí permiso para usar las mesitas del restaurante, y el camarero muy amable me ofreció calentarme mi comida y ponerla en un plato decente, además de brindarme agua y una copa para el vino. En últimas se sentían apenados conmigo por no poder ofrecerme comida en el hotel, pero el servicio de restaurante había cerrado hacía una hora. Me senté ahí, sola con mi mochila y mi comida. La disfruté, tenía hambre.
Habían pasado casi tres horas ya desde que había llegado. Estaba triste pero no rendida, entonces me acerqué una vez más a la recepción y pronuncié su nombre y apellido y de la nada, como si no hubieran pasado casi tres largas horas de ansiedad y soledad, me dice el hombre: “Ahhh, him?… he arrived a moment ago. He is in his room”. No lo podía creer. Pasé ahí todo ese tiempo preguntando, esperando, y justo cuando llega, ¡no me doy cuenta ni me dicen nada!
Ay dolor, tres de las 48 horas que tenía para estar con él perdidas. Subí corriendo, toqué y me abrió su papá: “¡Hola! Que alegría verte”. “¿Y él?”. “¿No estaba contigo?… ¿No se iban a encontrar?… Aaaah, ¿No?, seguro se quedó con su amiga, pero esperemos que llegue pronto”. ¡¡¡¿Pronto?!!! No me quedó más. Los ánimos se fueron al piso. “¿Puedo bañarme, por favor? Estoy muy cansada, madrugué muy temprano a clase hoy y corrí todo el día para que no me dejara el tren”. “Sí claro, ahí hay toallas y jabón para ti”. “Gracias”.
Por ahí dicen que no hay que esperar nada de nadie. Yo sigo esperando, siempre espero. Al fin llegó. Yo tenía los dientes a medio lavar, el pelo mojado por la ducha y la toalla mal acomodada. Me puse una bata que encontré detrás de la puerta y salí corriendo. Morí. Él: “¡Holaaa!…. Noooo, que pena con mi amiga, vi tu mensaje y me tocó dejarla botada, alcanzamos a comer, pero no alcanzamos a tomarnos las otras cervezas que pedimos”. Yo: “Mmmmm que alegría verte, llevaba más de cuatro meses sin verte”. Me abrazó, lo besé.
Esa noche no dormí, me acomodaba con muchísimo esmero de tal forma que pudiera respirar el mismo aire que él exhalaba, no le solté la mano ni un instante y mi cuerpo hizo un esfuerzo extra para permanecer inmóvil y no incomodar. Fueron sólo dos días, dos noches. Me llevó al tren, y como si fuera una película más de las muchas que veía cuando era chiquita, despegarme de él fue desgarrador. Dolió. No quería montarme en ese tren.
Me subí al tren al equivocado, llegaron los guardias por un escándalo que hizo una señora, pero yo estaba tan inmóvil y tan triste que, cuando se dieron cuenta que iba en el asiento y tren que no era, ni siquiera se atrevieron a cobrarme multa por haberme subido en ese. A la señora en cambio los demás pasajeros la miraron mal, por escandalosa. Yo estaba perdida, muy equivocada. Cuatro meses después entendí por qué. Esa noche… él la había besado.
Au revoir Paris, au revoir mon Amour. Adiós París, adiós mi amor.

Te puede interesar:
- Confesiones desde mi cuarto: Chigorodó, por Mabel Giraldo.
- Confesiones desde mi cuarto, por Mabel Giraldo.
Peces es un laboratorio creativo que explora y difunde narrativas digitales en el que puedes publicar tus trabajos. Envíanos tus propuestas al correo electrónico pecesfueradelagua@gmail.com. Si te gusta lo que hacemos, comparte nuestros trabajos con tus amigos y síguenos en Facebook, Instagram y Twitter. ¡Te lo agradeceremos!