Por Mabel Giraldo.
Este post hace parte de un proyecto que he tenido guardado, que me han sugerido, que me han pedido, y que hoy, sintiéndome lista, quiero comenzar. Una serie de publicaciones para contar del mundo, para escribir de mis andanzas: Confesiones desde mi cuarto. Escritos desde esos cuartos que he habitado, de esos lugares que me han acogido a lo largo de mis viajes y caminos. De ese lugar al que siempre llego a escribir y a reposar lo vivido.
Llegué a Chigorodó en enero de 2013. Había cambiado mi cómoda y elegante vida citadina en Washington D.C. por un alegre pueblo en el Urabá antioqueño. Cuando decidí renunciar a todo e irme a vivir esa experiencia, todavía no sabía meditar y poco comprendía de lo que había aprendido de la vida espiritual hasta ahora. Llegué un lunes, si no estoy mal, sin casa, con dinero muy limitado en los bolsillos, pero con unas ganas enormes de ayudar.
Doña Mari fue el ángel que me recogió y me acompañó hasta conseguir un hotel y dejar separado un apartamento en arriendo. En un hotel del pueblo dormí dos noches mientras hacían aseo al apartamento. No tenía trasteo y mi equipaje era sólo de una maleta con cinco mudas de ropa y tres pares de zapatos. Cuando decidí ir a comprar ‘algo’ para dormir, me di cuenta de lo caros que eran los colchones, por más que quisiera el más barato, lo poco que tenía no daba ni para una cuarta parte. Tomé aire tranquila y salí al remate de la esquina a ver qué podía conseguir… Un ventilador primero que todo para ese calor tan abrumador y, cuando vi las colchonetas de 15 mil pesos, me acordé de la vez que visité Tokio, cuando al llegar me dieron una estera para dormir… Toqué la colchoneta, recordé mis días en Japón y me la llevé junto con el abanico a motor que había comprado. Todo me costó 30 mil pesos.
La cortina para que el sol no entrara tan fuerte, las sábanas y la almohada fueron un préstamo de doña Mari, que no podía creer que yo durmiera en una simple colchoneta. Pasaron los días, los meses, y llegó abril. Mis papás me visitaron y al ver que yo llevaba durmiendo tantos días en ese delgado pedazo de espuma también se sintieron mal por mí… A la semana siguiente, me enviaron una cama y esta imagen cambió.

No sé si ya había compartido esta foto; muchos de mis amigos saben de mi estadía en Urabá, pero pocos conocen esta historia. Hoy quiero compartirla porque el haber vivido allá me enseñó el valor de la vida simple. Recuerdo que, después de casi nueve horas de clase en el colegio, más la preparación de las mismas en la tarde, caía muerta. Recuerdo también que, cuando el dueño de la casa me dio esa estera en Tokio, casi me desmayo; Gene me miró y me dijo: «Mabelucha, ¿acaso no recuerdas cómo viven en Japón? Son muy inteligentes, viven una vida muy simple, saben vivir sin excesos y son muy evolucionados espiritualmente. Viven muchísimos años por la vida que llevan». Le respondí: “Sí Negri, pero no creía que fuera cierto: he visto en películas y muñequitos que duermen en el suelo, pero no creía que lo hicieran ‘normalmente’». Él me miró y se rio; me dijo: «Toma tu estera y ve a dormir». El dueño del lugar vio mi cara de incomodidad y, para ayudarme, me dio un mat de yoga para que me sintiera mejor. Pasó una semana y descubrí que, cuando al cuerpo se le saca la mayor cantidad de provecho físico posible, puede reposar en cualquier superficie. Y que finalmente dormir en esa estera sumada al mat era una gran bendición.
Sé que estos días han sido complicados para muchos; también sé que nos cuesta desprendernos de las comodidades a las que estamos acostumbrados y cambiar a una vida más simple. Yo aprendí que desde que la mente esté en paz, el cuerpo reposa tranquilo.
Al año siguiente de la experiencia en el Urabá antioqueño fui a hacer mis primeros diez días de Meditación, ayuno y silencio. Comprendí la importancia de ser medida en mis deseos y disfrutar de lo poco, y hoy en día, cuando visito centros del Dharma y debo dormir en el piso, no encuentro inconveniente. Agradezco por tener techo y disfruto de la paz y la calma que me brindan esos espacios en donde disciplino mi cuerpo de deseos, el alma y el espíritu.
Les comparto esta imagen de mi habitación en Chigorodó para que la miren no con tristeza, porque como se los digo no sufrí, sino como un compartir cultural para cambiar el punto de vista. Les dejo un dato curioso: si no fuera por las ratas, las serpientes, las inundaciones y algunas infecciones como la peste bubónica, seguiríamos durmiendo en el suelo. La cama elevada o con patas se inventó debido a estos problemas. Y la cama doble debe su uso en pareja sólo hasta la época de la Revolución Industrial, por la falta de espacio que había en las nuevas viviendas urbanas, lo que obligó a los seres humanos a dormir en el mismo lecho. Es decir, la cama doble es un invento para acomodar a más obreros en la ciudad, pero, si tuviéramos espacio suficiente, cada cual dormiría en su camita.
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Un comentario en “Confesiones desde mi cuarto: Chigorodó”