Dolores de crecimiento

Tomo el bus de siempre, a la hora de siempre. Me quedo dormida en la primera cuadra y caigo en un sueño profundo y pesado. Cuando escucho los gritos y por fin puedo abrir los ojos, un hombre le está apuntando con un arma en la cabeza a la persona que está sentada a mi lado. No entiendo bien qué pasa y lo primero que pienso es que es un ajuste de cuentas. Pero otros dos hombres en la parte delantera del vehículo, también armados, nos gritan a todos que les entreguemos los teléfonos celulares. ¿Dónde dejé el teléfono? Me toco los bolsillos de la chaqueta, reviso mi bolsa y no lo encuentro. Los asaltantes siguen pidiendo nuestros teléfonos. A un chico que va en la parte de adelante, le esculcan la maleta. Sólo tiene libros, y entonces lo golpean. El conductor sangra por el lado derecho de la cara, justo arriba del ojo. Los hombres se bajan del bus, y yo no encuentro mi teléfono. Pero ya no importa.

Cuento esto sentada en mi casa dos años después, intentando hilar esta historia con la que viene a continuación. Porque el teléfono dichoso apareció en un bolsillo imposible que tenía mi chaqueta. Así que desde ese día valoro mucho más los agujeros por donde caben cosas que uno no sabe que pueden caber, pero una especie de instinto hace que uno intente meticulosamente hacer caber lo que debería caber en esos lugares. Como el día que perdí las llaves de mi casa, e intenté saltar la reja de la entrada, pero la altura me dio miedo, y entonces metí la cabeza entre dos de los barrotes. Y la cabeza me cupo, pero el cuerpo… el cuerpo también tenía que caber, porque de cualquier manera la cabeza ya no salía en reversa de ahí. Así que me propuse estirar el esternón hasta que la mitad de mi cuerpo pasó, y luego haciendo un movimiento giratorio de 90 grados, mi adolorido y sucio cuerpo estuvo completo del otro lado. El cuerpo se me hizo grande, pensé, porque por esa reja era por donde escapaba de niña a la tienda. Luego escapaba a otras partes, pero entonces ya no vivía en esa casa, sino en otra, y tenía las llaves de la puerta principal de la edificación y no tenía que probar si cabía por la reja, aunque a simple vista no era posible. Cabía una serpiente, pero yo, no.

En la adolescencia había desarrollado una cadera redonda y ancha que se unía a la parte superior de mi cuerpo como si fuera una muñeca articulada. Con el tiempo se fue desapareciendo, pero en mi cabeza, la cadera siempre ha estado ahí, pronunciadísima y expandida por los bordes del espejo cuando me reflejo en él. La explicación, por más mística que parezca, tiene un origen infantil y mágico: un día me pasé una pepa de ciruela durante una clase en la que la profesora me preguntó qué estaba comiendo, a lo que respondí atragantada, con la pepa de ciruela bajando por mi garganta, que nada, que no estaba comiendo nada. Entonces, un árbol de ciruela empezó a crecerme en el cuerpo, todas sus ramas extendidas hacia mis zonas más traslúcidas. Por eso todavía tengo dolores de crecimiento, ese dolor de piernas incesante que aparece de noche y no me deja dormir, porque las raíces del árbol me invaden las piernas, crecen dentro de mí y buscan arraigarse a algún lugar. A veces me salen frutos de ciruela, que percibo por encima de mi piel. Dos veces he ido al médico, asustada por el tamaño descomunal de las protuberancias que me crecían a la altura de mi ombligo. Las dos veces, los frutos desaparecieron, podridos quizá dentro de mí, o comidos por los pájaros que me visitan en sueños.

La pepa de ciruela que no me cabía en la garganta, cupo. El árbol de ciruela que no me cabe dentro del cuerpo, sigue ahí. Yo lo llevo a todas partes, y él, de noche, no me deja dormir, intentando crecer raíces al lugar donde se encuentra mi cama mientras duermo. Pero yo no puedo dormir en las noches, solo duermo en los buses, donde él no crece, porque el bus está en movimiento, y él lo que quiere es tierra firme.

Monotipia por Isabela Acosta

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