Mi lugar favorito en el mundo es una cabaña sin luz ni agua, ubicada en el extremo de una isla, en el Archipiélago de San Bernardo del Viento, en el Mar Caribe colombiano.

“Donde el uruguayo”, Hotel Punta Norte, Donde Carlos y Carolina o según mi opinión: el paraíso en la tierra

San Bernardo del Viento

Recuerdo que allí, una noche, en el pequeño y destartalado muelle que da la bienvenida a la casa de Carlos, el anfitrión, me acosté a ver la luna llena junto a Rodríguez, un labrador tropical que va de pesca todas las mañanas y regresa a su pedacito de tierra con la trompa y los bigotes llenos de arena y sal.

Me complace saberme andariega. Pero, debo admitir que con los años, dicha complacencia se ha transformado. La he venido despojando de las cargas de la vanidad y hoy tiembla frágil y aterrorizada frente a uno de los más grandes descubrimientos que he hecho en mi vida: viajo, porque lo único que quiero es volver.

Ese volver es a su vez infinito y múltiple, porque a mí no me espera una, sino muchas Penélopes.  Una es de ceño fruncido, pelo negro y liso. En sus dominios, a 2600 metros sobre el nivel del mar, aguarda por mí silenciosa y furiosa. Aunque nunca supo muy bien cuando llegué y cuando me fui.

Otra, risueña, morena y crespa, a 1411 metros de altura, me tiene listo un plato de frijoles con tajadas de plátano maduro. Sé bien que es una trampa. Después me vendrán las ganas de hacer la siesta y arrullada por el bambuco que susurran los guadales me sabré feliz y no la querré dejar.

Y, otra más, allí en Tintinpán, está empelota, recostada en una de las sillas mecedoras que hay en el balcón de la cabaña de mis suspiros, tomando cerveza águila, bronceándose la barriga y tatareando una canción que se parece a La Tierra del Olvido.

Allí siempre querré volver, para sentarme a su lado a mirar el mar violeta y el cielo amarillo que se abren cada tanto para dar paso a un lanchero portador de leche condensada y cigarrillos.