Por Luz Helena Beltrán Gómez
Mumbai es como una mujer con velo. No se revela sino hasta escrutarla más allá de lo aparente. Tiene muchas capas, todas cargadas de denso simbolismo: las cicatrices de la historia, contrastes que superan la ficción y una vibración magnética. Depende de la capacidad del observador el poder procesar cuántos detalles se le presentan.
En esta enorme vorágine, sur y norte de la misma ciudad son mundos tan aparte que es más fácil llegar en avión desde África que intentar cruzar de cualquier manera el apretado tráfico de esos kilómetros insoportablemente lentos en el calor asfixiante y húmedo tan típico de ese lugar. Existe, por supuesto, el consuelo del tren, que circula sin puertas y bajo la ley de la selva en un sistema que es al mismo tiempo un caos irredimible y un código de conducta con reglas no escritas que funciona de forma tan orgánica como la danza de un cardumen de sardinas en el mar.
En la ciudad de los sueños, queda claro que los sueños se encuentran dentro de duras realidades. Esto se hace manifiesto en los numerosos oasis invisibles para la mirada inexperta del viajero que no está entrenado en los recovecos infinitos de este lugar especial. De no ser por la guía de Valentina, jamás hubiera abierto los ojos a la belleza frente a mis narices, una belleza camuflada entre vacas, cabras, basura, trancón, ratas, cuervos y cientos de pisadas que no descansan nunca, como si fueran almas en penitencia.
Sobre Mumbai, una imagen no diría mucho más que las palabras, porque esta ciudad no se muestra al ojo, sino que tiene que ser percibida con el alma. Viajar a India obliga también a hacer un recorrido al interior de sí mismo (y ese viaje despierta la necesidad de adentrarse en esa espiral que viene desde siempre, nunca termina y es la esencia de toda vida). La dureza de la realidad contrasta con la vibración elevada del sitio y la cara de paz de la gente que se amontona en todas partes. Es como estar dentro de un gran hormiguero en el que las hormigas sufren, pero son hechas de aire.
Asistí a un matrimonio que fue puro color, alegría y ritual. Tres días de absoluta consagración hacia la tradición, de bendiciones familiares, de bailes típicos – la garba, que es un baile que significa vientre, de los Gujaratis, fue el baile que me toco a mi gracias a la procedencia Gujarati de la novia, un baile circular, naranja, liquido, que evoca creatividad y nacimiento-. Los rituales son un regreso a los elementos básicos (el fuego, el arroz, la madera, el agua, la cúrcuma, la henna, el azafrán, las especias, el loto, las rosas) y por supuesto, una oportunidad para la pompa, gala, comida, baile y disfrute. También es un despliegue de abundancia, no sé si para llamar la abundancia hacia la nueva familia o para establecer el lugar de las familias de los novios en la sociedad. En todo caso, es místico y a la vez completamente mundano.
Aquí me sentí cómoda y con la sensación de estar en casa pues las familias indias que he conocido son cálidas y muy amables. También me impresionó la carga de simbolismo en cada acto, me sorprendí al ver que cada gesto va mucho más allá de lo que se ve, por ejemplo al pintar las manos de las mujeres con henna, todos saben -y nadie le explica a uno- que la novia ha recibido tambien un dibujo en todo su cuerpo y que ese dibujo será parte de su ritual nupcial, como un laberinto por el que el nuevo esposo la encuentra y se hace uno con ella, como Shiva y Parvati, uno y el mismo. Un justo premio al duro trabajo de posar estoicamente con turbante y saree rojo de ocho kilos para las interminables fotos. Nadie se molesta en explicar que significa cada especia, el significado de los mil pétalos de la flor de loto, que a pesar de su dignidad termina ensartadas al por mayor en nylon y convertida en parte de las guirnaldas; o la razón por la cual la fecha escogida es augusta precisa y exacta para esa pareja, según la época del año y el día de nacimiento de los novios; la línea entre la mística y la superchería es una ancha línea de arena gris que uno siempre parece estar cruzando sin estar nunca del todo al otro lado. Todo de alguna manera está impreso en la parte inconsciente de la cultura colectiva, por lo que preguntar es también fútil, y es a la vez una invitación a explorarlo todo con los sentidos.
Claro, de la mano de la mejor amiga de la infancia, todo viaje es una aventura, y los pocos días de un fin de semana quedan en la memoria ardientes, vivos y con esa alegría con la que crecimos. Verificar también que caminamos unidas en paralelo, que la amistad persiste, madura y se expande a pesar del tiempo y la distancia, que evolucionamos cada una hasta encontrar nuestro destino y que nuestros mejores deseos para la otra se manifiestan de formas insospechadas es causa de una gran alegría. Además es un alivio confirmar que mientras exista alguien en cuya memoria vivan los días tibios de la vieja ciudad de Medellín, los recuerdos son más que nostalgias fabricadas por la imaginación; y que sí hubo, en efecto, árboles de flores amarillas que hacían lluvia de pétalos flotantes y tapetes temporales en las calles de Carlos E.
El reencuentro casi improbable en un mundo que jamás imaginamos no tuvo euforia, sino la cotidianidad de quien nunca se ha separado. Supongo que esa es la marca de los lazos de amistad tejidos en el alma. Como dijo la propia Valentina, nunca te extraño porque te llevo en mí.
De Mumbai mi más fresco recuerdo es estar en la estación del tren cerca de las 11 de la noche y que esté casi vacía, tengo cita pendiente con Mumbai.
Me gustaMe gusta