Glasgow: Uisge Beatha, whisky o agua de vida

Por María Paula Barón Aristizábal.

“Todos tenemos una ciudad que se queda en el corazón” o eso sostenía la convocatoria de Peces fuera del agua en respuesta a la cual escribo este artículo. Me imagino que en muchos casos las ciudades que se ganan el corazón son lugares felices, donde se comparten grandes momentos, se vive con los seres queridos o se viaja solo y se ilumina; Glasgow en mi caso fue todo eso, pero con una increíble ñapa: se quedó en mi corazón por ser el lugar donde aprendí a ser triste. A ser gris.

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Invierno

Me fui con una ilusión inmensa de entrar a una de las escuelas de arte más prestigiosas y tradicionales del mundo, la Glasgow School of Art, un lugar emblemático no solo por el clásico Mackintosh Building, refugio de una de las joyas del Arquitecto Charles Rennie Mackintosh, sino también por una biblioteca de 1800, el escenario donde pasé el primer día de clases, y para ayudar en la recreación visual de la escena los invito a imaginarse a una Calarqueña (por adopción) que entra a estudiar a Hogwarts. ¡Me moría!

La cosa se ponía divertida cuando uno se imaginaba todas las personas que habían pasado por esos pasillos, experimentaba ese olor a mil ochocientos caminando al son de sus maderas viejas, y todo, combinado con la vida contemporánea escocesa, una universidad con su propio pub, los estudiantes que tienen su taller propio, un lugar donde se parcha, se toma y se estudia, el escenario perfecto para irse de artista (literal) a explorar el mundo.

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Sin embargo, la cosa no era tan bonita. Por un lado, el uniandinismo me ganaba para admitir que me faltaban un par de habilidades para creerme artista y para sobrevivir en una escuela donde el valor está en el rigor de la práctica y del hacer. Al tiempo llegaba un momento fatal en mi vida, y me tocaba despedirme físicamente de una de las personas que más me ha costado ver morir.

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Lo lindo fue ver a Glasgow desde ese momento empezar a mostrarme por qué es tan bonito celebrar la tristeza. En esa temporada amanecía a las 8:30 am y oscurecía no más allá de las 4:00 pm. Aunque me creyera muy bogotana la realidad es que no se puede negar el ser tropical que se lleva dentro, y empezaba a ser un poco raro no ver el sol y acostumbrarse a esa llovizna permanente.

Pa’estas la vida ya era fatal y no se imaginan la osadía en la que se convertía pedir una cerveza, pues porque, ¿qué colombiano sabe que en Escocia sí se dice aye en vez de yes, y wee significa un poquito? Ahí tocaba sacar lo mejor de uno y mandarse el canyou gis me a wee drink bigmen que usaban los locales, para hacerse a una pola y dejar ir la tristeza. Entre el clima glasgoweian y la cerveza del pub, siempre había un barman o un local solitario dispuesto a explicar el slang escocés, de donde vienen las familias de whisky, cómo se debe tomar abriéndolo con unas gotas de agua y por qué acompañarlo con media pinta de cerveza. Con este panorama, pasarse unos días tristes en el pub se volvía inmensamente reconfortante. Sin mencionar que uno de esos días a la salida de un pub conocí la nieve mientras caía sobre mí (¡la escena!).

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Primavera

En esa melancolía que respiran muchos pubs escoceses, empezaba a maravillarme y a encontrar un refugio en varios de ellos. Además de la compañía, todos los miércoles en la ciudad la mayoría tienen una dinámica llamada open mic, lo que traduce que el escenario esta abierto y el que se sienta capaz puede subir a cantar un rato. Muchos de los que llegan a vivir ahí tienen un proyecto musical, el cruce perfecto para que mi amor del momento me dedicara una canción y yo empezara a ver la luz.

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Para los que no saben, Glasgow es reconocida por su movida musical, es hogar de bandas emblemáticas como Franz Ferdinand, The Pastels y mi favorita siempre: Belle and Sebastian. El hecho de que cualquier personaje que saca su instrumento y toca espontáneamente en el pub, más el open mic del miércoles y el domingo de jam, se convertían en la excusa valida para visitar los pubs dos veces a la semana, y si a eso se le suman los martes de dibujo en vivo, el barman de las highlands y los partidos del Celtic, empieza uno a entender cómo es que los pubs se convierten en el segundo hogar de quienes viven en la ciudad y cómo Escocia empezaba a convertirse en el mío.

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Verano

En algún momento Glasgow tiene que ponerse turístico y aunque el verano dure literalmente una semana, era muy bonito recibir a los amigos, quienes –sin dar un peso por ese lugar al que había decidido irme a vivir– se tomaban el tiempo para subir a aguantar algo de frío mientras el resto del continente se derretía. Entonces, tocaba sacar las mejores cartas además de la hermosa familia de amigos que construí (a la que los locales llamaban El Cartel, por nuestra linda procedencia Bolivio-México-Colombiana).

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Descubrí la inverosímil mejor atracción turística para llevarlos: Glasgow Necrópolis, un cementerio donde seguramente ninguna lápida mide menos de un metro, tumbas que a su vez van en ascenso a una montaña y que tienen cientos de años de antigüedad, lugar al que seguramente siempre se sube mientras llueve pero que llega a una de las panorámicas más hermosas de la ciudad que arranca con la catedral que esta justo al lado.

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Glasgow otra vez, recordándome que la belleza es mejor buscarla en los lugares menos evidentes. Con eso de la visita de los amigos venía el momento de la comida, porque uno cómo los deja ir sin probar la pizza de Haggis, la Snicker frita y los buenos whisky, porque teniendo más de trescientos toca mínimo uno por cada una de las regiones tradicionales.

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Otoño

Entonces tocó aprender a vivir así, a disfrutarlo, a reconocerse en el día a día, a encontrarse en la cotidianidad. Tal vez esa es la magia de Glasgow, una ciudad para entender que se puede no ser el más bonito, que no se tiene que ser el mejor, que de pronto se puede vivir sin visitar lo número uno, la atracción más grande, una ciudad que enseña a ser gris, a estar bien con lo que uno es, sin tanto descubrimiento, sin tanto embeleso.

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Su magia solo se muestra a quien se queda unos días a disfrutarlo, a tomarse una pola y pasarse por una de esas exhibiciones que siempre están de inauguración en las galerías pequeñas y grandes que encuentran en cada esquina, a quien se sienta en un pub y deja fluir la conversación que siempre amablemente y algo sorprendidos ofrecen los glasgoweians a quienes los visitan, a quien asume andar sin sombrilla y mojarse un poco con la llovizna permanente, a disfrutar lo que hay.

Mis recomendados, lo que es un GlasgowKiss y un GlasgowSmile, en un siguiente artículo.

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