El recuerdo más lejano que tengo de Alejandro es la de un jugador de voleibol contra el que una vez me enfrenté. Para entonces no éramos ni amigos ni enemigos. Conocidos.
A pesar de que nuestras casas estaban separadas por escasas dos cuadras por —prejuicios— míos y de él no fuimos amigos sino hasta después de los veinte años. Una noche de vacaciones, mientras él jugaba con un disco con un amigo que ya tampoco está (Bucheli), paré y le grité a lo lejos que lo lanzara. Jugamos con ese disco por horas y tirados en un andén hablamos de política y de la vida hasta bien entrada la madrugada. Así empezó nuestra amistad a pesar de estar en ciudades separadas.
El ritual era sencillo. En vacaciones nos íbamos a caminar a la montaña y nos poníamos a hablar de la vida. La prueba de que Borges tenía razón. La amistad no necesita constancia.

Con el tiempo, otra vez el destino nos puso a pocos metros. El trabajaba para la Alcaldía de Bogotá y yo para la Corte Constitucional. En esa ocasión ya habíamos dejado bastantes prejuicios de lado y los almuerzos con él y con todas las demás personas que tuve la oportunidad de conocer y reconocer se convirtieron en la válvula de escape perfecta.

Esos instantes, se convirtieron en los primeros intentos de unos peces por salir del agua. Por ejemplo, el viaje por Suramérica al que Alejo no pudo ir por la enfermedad nació en uno de esos almuerzos. Así, de almuerzo en almuerzo y de una que otra noche “casual”, los vecinos redujeron los prejuicios y profundizaron la amistad sin darse cuenta. El resto del tiempo, bajo el agua tratábamos de entender las mecánicas del poder.

Uno de los temas que fue una constante en nuestras conversaciones estuvo ligado a la dificultad de los prejuicios. No solo para construir una amistad sino para muchas cosas en la vida, en especial para aprender a reconocer al otro o lo distinto.
Crecimos en una ciudad y en un entorno global en el que la alteridad (el reconocimiento del otro o de lo distinto) es cada vez más difícil. Hoy, un mes después de su muerte física y al inicio de una época compleja en la que los prejuicios aumentarán en un mundo cada vez más interconectado; mi forma de recordarlo es recordando una de las cosas que aprendí de él: a romper prejuicios.

Tal y como se lo dije unos minutos antes de partir, siempre lo voy a querer compadre…
¡Gracias por haber lanzado el disco esa noche!
3 respuestas a “Lo que aprendí de Alejandro acerca de los prejuicios”
[…] Lo que aprendí de Alejandro acerca de los prejuicios – Juan Camilo Herrera. […]
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Alejandro, usted es un ser tan vivo que incluso después de la muerte hace nuevos conocidos.
Yo no lo conocí antes de su partida, no tengo ningún recuerdo suyo. Sin embargo, usted está tan presente como yo, que me encuentro al otro lado del continente que lo parió.
Usted está tan vivido en la memoria de sus amados que yo supongo que simplemente se cansó de la muerte y se vino a vivir en el recuerdo. Yo creo que usted, vivo, respira el suspiro de los que lo extrañan, apenado porque no lo olvidan.
Usted no tiene dirección ni teléfono para contactarlo pero uno lo encuentra fácilmente en las historias de quienes estuvieron a su lado y que parecen que le dieran un cuerpo nuevo.
Usted se desprendió de su cuerpo pero ambos sabemos que usted sigue viajando tanto como lo hacen sus amigos que se lo están llevando a todo lado y que lo tiene que narrar para aligerar el peso del amor que le tienen.
Usted además me ha presentado gente nueva.
Carolina, por ejemplo, una desconocida antes de su partida, se ha sentado a mi lado a hablarme de usted. Desbordada de amor, Carolina nos ha invitados a nosotros los desconocidos a conocer a un Alejandro que le pertenece, pero del que podemos tomar algunas piezas para darle vida, para imaginarlo e incluso para extrañarlo.
Carolina, el eco de su voz enamorada ha llegado hasta Paris, hasta Strasbourg y resuena fuerte. Carolina es ahora una vieja conocida que toca a la puerta de vez en cuanto para darle a uno ganas de amar absolutamente.
No he tenido el placer de leer los relatos de su familia. Me da miedo empezarlo a querer a través de ellos y que entonces usted se venga a vivir también aquí. Me contento con los relatos de Juan Camilo, amigo en común con el que seguramente nos tomaremos una cerveza que nos llevara al destino inevitable de su existencia y de todos los seres que le pertenecen.
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El mejor homenaje a quienes ya no nos acompañan fisicamente, es mantenerlos presentes y vivos a través de las historias y las anecdotas. Precioso regalo desde el corazón, los recuerdos y los aprendizajes.
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