Nada es más fugaz que la forma exterior, que se marchita y se altera como las flores del campo en la aparición del otoño.
(Umberto Eco).
Riguroso con sus palabras y más aún con sus silencios, Laserna sufriría si me viera citando a Wikipedia, pero no encontré mejor definición para referirme a una figura planteada por Herman Hesse en su libro Demian, el Abraxas: “…un dios que une simbólicamente lo divino con lo infernal, lo bueno con lo malo, la vida con la muerte, ese fuego filosofal que une al hombre con la mujer. Venera las dos partes. Es la unión sagrada, es la ambigüedad de la existencia”.
Alejandro siempre fue sinónimo de convergencia, la fortuna de compartir con él casi 15 años me permitió asistir a través de él a la confluencia en muchos aspectos: musicalmente podía moverse entre la música llanera, el reguetón, la ópera, el rock, la música electrónica. Podía encontrarlo uno leyendo comics, teoría política, economía, filosofía, ladrilludas guías metodológicas, novelas, poesía; y aunque no fuera su plan favorito, en cine vimos desde conciertos de Chemical Brothers, óperas, Iron Man, Batman, hasta películas de Scorsese y Nolan (aunque sinceramente, íbamos a cine principalmente a comer maíz pira, perro caliente y nachos). Fuimos a conciertos de Calle 13, Coldplay, Killers, Franz Ferdinand, Chili Peppers y algunos Festivales Estéreo Picnic. La convergencia le daba incluso para nacer en Bogotá y al mismo tiempo ser el más orgulloso ibaguereño.
A Alejandro lo conocí inicialmente como compañero de trabajo, compartimos cubículo durante varios años, y desde el primer día comprendí que estaba sentado junto a una persona muy particular: agrio y dulce, racional y emocional, elocuente y silencioso, prudente e inoportuno, pero eso sí, siempre con un apetito voraz.
Laserna es fácilmente una de las personas con las que más he compartido alimentos y difícilmente pude haber encontrado un escenario más privilegiado para compartir mi vida con él, la mesa se convirtió en un espacio de convivencia y de diálogo que trasladamos a todo restaurante posible en el centro de Bogotá, la zona del CAN, el Park Way, la Calle 72, en donde nos agarrará la vida laboral así ya no compartiéramos oficina. Compartimos todo tipo de comida, desde chatarra hasta los platos más suculentos y siempre el ritual fue el mismo: un choque de tenedores y un mutuo “Bienvenido a mi plato, profesor”. Y aunque en algún momento tuvo que implementar algunas restricciones a raíz de su enfermedad, siempre fue un tipo que disfrutó cada bocado, incluso un par de días antes de su partida, cuando compartimos unas cucharadas de helado.
El día 22 de septiembre fue la última vez que vi a Alejandro con vida, y ese mismo día en el hemisferio norte inició el otoño, la estación entre el verano y el invierno, la estación de transición, de madurez, en la que empieza a descender la temperatura, la estación en la que se recogen las cosechas.
El otoño, la estación en la que de alguna manera convergen las estaciones más extremas, señalaría el destino final de mi profesor Alejandro, así fue siempre con él, ajustado a las leyes de la tierra, como un árbol, coherente con su vida, fluyendo, confluyendo, convergiendo.
Las hojas de los árboles, aún las de los más fuertes y frondosos, se marchitan, se decoloran, se caen, pero me quedaré para siempre con sus raíces, con lo que sembró en cada uno de los que pasamos por su vida, con los amigos que conocí a través de él, con haber sido testigo del amor sin límites, con la confianza mutua, con el uso exacto de cada palabra y hoy más que nunca me quedo con su silencio, esta vez para siempre, con la certeza de extrañarlo toda la vida, pero al mismo tiempo sabiendo que las raíces no se las llevará el viento, como las hojas en el otoño.
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