Por Óscar Iván Pérez H., amigo de Alejo desde la época del colegio.
Los días del fin del mundo
1999 no fue un año cualquiera.
1999 fue –de hecho– un año de angustia: no solo era el final del siglo XX, sino también el final del segundo milenio de la era de Cristo.
1999 era –de hecho– más que el fin de un milenio: era el fin del mundo, según los mileniaristas, aquellos que profetizaron la llegada del Juicio Final con el cambio de milenio.
“Vi tronos, y en ellos estaban sentados los que habían recibido autoridad para juzgar. Vi también las almas de aquellos a quienes les cortaron la cabeza por haber sido fieles al testimonio de Jesús y al mensaje de Dios. Ellos no habían adorado al monstruo ni a su imagen, ni se habían dejado poner su marca en la frente o en la mano. Y vi que volvieron a vivir y que reinaron con Cristo mil años. Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta después de los mil años”, dice el Apocalipsis.
El mensaje era claro: quienes quisieran salvarse debían estar al lado del Señor. No de la bestia.
1999 era –entonces– el año de la salvación o la condena.
El Señor había pospuesto su venida una vez pero no lo haría dos veces.
Yo era un ser afortunado y bendecido porque sentí el llamado del Señor y lo atendí. Afortunado y bendecido, sí, “porque muchos son llamados, y pocos los elegidos”.
Así, en la búsqueda del Señor y de la salvación, conocí a Alejo.
Por aquel entonces, un movimiento de renovación carismática cogía fuerza en Ibagué y yo me le uní. Unos amigos y yo, a decir verdad; entre ellos, Julián David Gómez –el mono, mi amigo del colegio y del barrio–, quien nos presentó. Alejo estaba en once y yo en noveno. Ambos estudiábamos en el Colegio Champagnat.
Luego de algunos meses en los que participamos activamente en grupos de oración y en vigilias, que hablamos en lenguas y cantamos alabanzas, la devoción por el Señor se nos pasó. Las tentaciones y las experiencias propias de la adolescencia fueron más fuertes que la creencia religiosa.
La adolescencia y, sobre todo, la apertura de la mente. La lectura. La razón. La duda. La necesidad de pruebas. La necesidad de confirmación.
“Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron”.
Fuimos elegidos, pero no bienaventurados.

Espacios personales
A partir de aquella experiencia religiosa, Alejo y yo nos hicimos amigos y pertenecimos al mismo parche. Desde entonces fueron muchas las experiencias que compartimos juntos, desde luego. Pero la inmensa mayoría fueron momentos en grupo, al lado de otros.
En Ibagué hubo una faceta que Alejo y yo exploramos juntos, por fuera de nuestro círculo de amigos en común: el modelaje. Durante algunos meses para mí, y algunos años para él, fuimos modelos de pasarela y de fotografía. Así, de la mano de John Graziani –un empresario de la moda local–, desfilamos y posamos para marcas de la región, como Roott+Co, CP Company y Pigmento. En contraprestación, nos daban 60 mil pesos por desfile o un par de prendas de ropa. En ese entonces, con una industria textil tolimense más fuerte que la de hoy, compartimos pasarela con figuras que siguen vigentes como Catalina Aristizábal, Rafael Novoa y Diego Cadavid. Otros amigos del colegio que hicieron parte de esta experiencia fueron David Betancur y Wilmard Ortiz.
Sin embargo, quizás los espacios más íntimos que compartimos –más adelante, en la época de la universidad– fueron aquellos domingos en que Alejo iba a mi casa en la diagonal 63 y nos sentábamos a estudiar, en silencio y con música clásica en el fondo, ambos a cada lado de mi escritorio de madera. Almorzábamos en casa, por lo general espaguetis en salsa boloñesa que yo preparaba. El tinto nunca nos faltó, para bajar el almuerzo y aumentar la concentración.
Luego vendrían los almuerzos en el apartamento de mis padres. Alejo se derretía por el sancocho de pescado, la lasaña mixta y los postres de mi mamá, quien cocinaba dichosa para él. Bueno, para él y para Caro y también para el profesor León, quien siempre contaba con dos porciones –o tres, si iba con Adriana, su esposa–.


El regalo inesperado
A Carolina Serrano me la presentaron hace muchos años. Alejo solía invitarla a las fiestas que se armaban los fines de semana en el apartamento de la calle 65, en donde vivían el mono, Jaimito y Natalia. Por esa época bebíamos vino tinto en caja, comíamos perro de mil quinientos y ahorrábamos todo el mes para ir a los toques de los djs que nos gustaban.
A Carolina la conocí hace mucho pero no nos hicimos amigos. En el apartamento de la calle 65 o en la “Nacho” nos veíamos y nos saludábamos, pero no nos hablábamos. Ella era la amiga de la U de Alejo y yo, otro de sus amigos de Ibagué. Nada más.
En 2005 o 2006 las cosas cambiaron. Un fin de semana nos fuimos de paseo a Melgar y Alejo invitó a su “amiga” Carolina. Recuerdo que me pareció muy curioso que ella, siempre que bebía o comía algo –sin importar qué fuera–, se lavaba los dientes; eso podía pasar 4, 5, 6 o más veces en un día. Me burlé mucho de Carolina. Y ella de mí.
Una de las noches preparamos sándwich para la comida. Carolina los armaba y los repartía.
–¿Te comes uno o dos? –me preguntó.
–Uno y medio –respondí, y ella no pudo parar de reírse.
“¡¿Quién se come un sándwich y medio?!”, preguntaba. “¡¿Quién se come uno y medio?!”.
Camino de regreso a Bogotá paramos un bus en la carretera. Uno a uno se fueron subiendo todos hasta que quedamos Carolina y yo. Nos sentamos en la última fila, solos. Y entonces hablamos por primera acerca de nosotros. Y descubrimos que ambos amábamos la literatura y el cine, que leíamos los mismos autores y veíamos las mismas películas. En ese preciso momento hubo una conexión. Un clic. Una sintonía. Pero estuvimos lejos de intuir que la literatura y el cine iban a ser el disparador de una amistad profunda y duradera.
Desde entonces ella dejó de ser Carolina Serrano, la amiga de Alejo, para convertirse en Caro, mi amiga, el regalo más grande que Alejo me dio, aquella persona por medio de la cual él siempre estará conmigo.

La excusa perfecta
La Feria de las Flores fue la excusa perfecta para irnos de fiesta.
Alejo, Pacho, Juan Camilo y yo nos fuimos para Medellín en el carro que le pedimos prestado a mis padres. Allí montamos en metro y metro cable, comimos fríjoles, arepa y chorizo al almuerzo, bebimos cerveza Pilsen por las calles, nos dejamos encantar por el acento sexy de las paisas.
El fin de semana siguiente, con los ánimos todavía encendidos, quedamos en celebrar el cumpleaños de Alejo. Antes de salir en la noche, encontré un mensaje de texto en el celular: “Oscarín, no me siento bien. Tengo vértigo. Cancelemos la celebración. Puede avisarle al resto?”.
“Claro Alejo. No hay problema. ¡Mejórese, hermano!”, contesté.
Y entonces vino la primera hospitalización. Era agosto de 2009.
Un fin de semana de fiesta –bebiendo, bailando, coqueteando–, sintiéndose perfecto, y una semana después –de repente, sin previo aviso–, en un hospital, enfermo, con un tumor en el cerebro. Alejo no tuvo tiempo de comprender qué le estaba pasando cuando ya se encontraba en una sala de cirugía.
“Para morir solo se necesita estar vivo”, dice el adagio popular. Por eso hay que vivir por encima de todo; vivir en vez de sanar, trabajar, preocuparse; vivir el hoy, el aquí y el ahora; por eso hay que vivir el eterno presente, como lo descubrió Alejo antes de partir.

Comer hasta que se pare el ombligo
Alejo come despacio una cazuela de mariscos. Su mano derecha levanta con dificultad cada cucharada. Mastica despacio. Pulpo, camarones, calamares, mejillones, langostinos. Todo se lo come con gusto y unas gotas de limón.
Es el mediodía del 28 de julio de 2018, día en que Alejo y Caro están de aniversario. Un año atrás, a esta misma hora, se estaban alistando para irse a casar a la Notaría 40 de Bogotá. Yo llegaría un par de horas después para hacer de fotógrafo.
El aire acondicionado del restaurante alivia un poco el calor de Neiva, a donde han venido buscando un clima cálido, una ciudad pequeña, una familia cercana. El aire también genera una mezcla extraña de olores: en el salón cerrado se funden los mariscos de Alejo y los míos con los pescados de Caro y el mono y el pollo frito de Martha Helena, la mamá de Caro.
Alejo ha querido venir al restaurante, a pesar de sentirse cansado y de tener dificultades para moverse. Su mayor placer por estos días es la comida. Come tanto que el desayuno casi se junta con el almuerzo y el almuerzo con la cena. Se derrite por las galletas festival y las papas de paquete. Y el tinto negro y caliente. Y el pollo frito.
Al terminar de almorzar, pedimos arroz con leche, postre de natas y postre de tres leches. Alejo los prueba con gusto. Se apropia de uno.
El mono y yo ayudamos a Alejo a salir del restaurante. El mono guía por el frente los pasos que él da con ayuda del caminador, yo lo sostengo por detrás, para darle mayor estabilidad. Su pierna derecha responde mejor que la izquierda. Va lento pero firme. Aunque tenemos una silla de ruedas a la mano, Alejo insiste en hacer el esfuerzo. Al rato logra llegar al carro que nos espera parqueado en la entrada del restaurante.
Hemos pasado un día tan agradable que en la noche Alejo se anima a ver un partido del Deportes Tolima, él que no es un hombre de fútbol y por estos días se acuesta temprano. Está callado pero presente. Tan presente, tan consciente, tan él, que incluso ratifica algo que siempre ha dicho: “¡El mono habla mucha mierda!”, suelta de repente, interrumpiendo uno de los cuentos de Julián. Y sí: el mono habla mucha mierda. Todos nos reímos.
Alejo come una mezcla de Doritos con papas fritas de limón y se lo pasa con Coca-Cola. El mono y yo bebemos cerveza. Caro nos acompaña acostada en la cama del cuarto matrimonial. El hambre desaforada que Alejo siente por estos días –“esa monchis permanente”, como él la ha bautizado– es producida por los corticoides que el doctor le ha recetado como parte de su tratamiento.
El día siguiente será distinto. Alejo amanecerá con menos fuerza y el ánimo más bajo. Será consciente de lo que pasa, de lo que tiene, de lo que viene, y no lo querrá aceptar. No se sentirá listo. Alejo querrá vivir, querrá viajar, querrá estar más tiempo al lado de su esposa, su amor, su hechicera, su suspi suspi. Y sabrá que no será posible. Recordará a Julián Buchelli, su amigo del colegio que se fue hace tanto. Y querrá llorar y no podrá, porque la medicina en su cuerpo habrá secado sus lágrimas. Sentirá impotencia y frustración. Y querrá acostarse de medio lado y dormir. Querrá apagar la mente y las ideas y los pensamientos, al menos por un rato. Querrá soñar que está sano, que camina y se mueve normal entre nosotros.
Querrá soñar que vive la vida que nosotros tenemos y no valoramos.

Las máscaras del guerrero
Alejandro Laserna Botero.
Nacido en Ibagué el 13 de agosto de 1982.
Bachiller del Colegio Champagnat.
Politólogo y Máster en Medio Ambiente y Desarrollo de la Universidad Nacional de Colombia.
Alejandro Laserna Botero, el estudiante destacado, el estudiante becado, el estudiante homenajeado por sus docentes y su alma mater.
Alejandro Laserna, el defensor de los indefensos, el amigo de los gitanos, los indígenas, los afrodescendientes y las víctimas del conflicto.
Alejandro Laserna, el ambientalista, el hacedor de políticas ambientales, el hombre que abraza los árboles.
Alejandro Laserna, el empleado público, el trabajador comprometido, el compañero solidario.
Alejandro Laserna, aquel de ánimo volátil, aquel que unos días llegaba a la oficina cantando y bailando, y otros días ni siquiera saludaba a sus compañeros.
Alejandro Laserna, el estudioso del poder, el del espíritu crítico, aquel que decía lo que pensaba, sin pelos en la lengua, a quien hubiera que decirlo: jefes, compañeros de trabajo, amigos, todos.
Alejandro, el del peluqueado paisa, la sonrisa estridente, las cejas pobladas.
Alejandro, el lindo, el modelo, el perseguido por las mujeres, la estrella pop, el centro de atracción, el principito.
Alejandro, el bebedor de café, el degustador de postres, el devorador de sushi.
Alejandro, el hombre que no le gustaba ir a cine. Aquel que prefería ver series en Netflix.
Alejandro, el viajero que recorría rutas poco transitadas, el que se volvía uno con el agua del mar, la vegetación de la selva, el azul del cielo. Aquel que buscaba el Templo IV de Tikal entre la densa oscuridad.
Alejandro, el melómano, el hacedor de playlists, el bailarín de reguetón. Aquel que cantaba en una misma noche: “Nothing can break, nothing can break me down” y “Hoy es noche de sexo (Ayyy) / voy a devorarte, nena linda”.
Alejo, el ácido, la cicuta, el cazador que necesitaba un solo tiro para acabar con su presa.
Alejo, el hombre capaz de hablar a través de los silencios, estar presente por medio de su ausencia, decir mucho con pocas palabras, ser auténtico a pesar del mundo.
Alejo, el que encontró la felicidad y el amor con su amiga, su confidente, su amante.
Alejo, el amigo de siempre, el que conectaba parches, el que vive a través de otros.
Alejo, el renacido, el luchador, el guerrero, el cazador de gnomos.
Alejo, el amigo que se fue sin haber querido.
Una respuesta a “El guerrero de las cejas pobladas”
[…] El guerrero de las cejas pobladas – Oscar Iván Pérez H. […]
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