Esperando un taxi en el aeropuerto de Cracovia, nos preguntamos si así nos imaginábamos Polonia. No habíamos visto más que el paisaje por la ventana del avión. No, así no era como yo pensaba que era Polonia. Yo pensaba en un país gris, en obra negra, a mitad de camino, estancado en el tiempo. Pero Cracovia es, en el verano, una ciudad viva, llena de verde, de luz y de música. Tiene su pasado en las paredes. En todas. En las de las iglesias y en las de los edificios del distrito judío, en donde se concentra el 40% de los turistas y el comercio. Cracovia es un destino. Y esto lo digo como una superstición, más que como una promoción. Lo digo con un turbante de pitonisa en la cabeza, más que con un folleto turístico en la mano. Lo digo con la boca llena de ganas de volver. Cracovia es una sorpresa.
Pero quizá lo es más Varsovia, a la que uno nombra con su español latinoamericano como pronunciando una palabra roja, pero no roja intensa, sino más bien roja cansada y vieja. Lo cual es un error. Varsovia parece venida del futuro. Es, tal vez, la ciudad más desarrollada (en términos del Banco Mundial) de Europa que he pisado. Es de un rojo brillante. Es un corazón que late. Que fluye sin dificultad hacia cualquiera de sus calles. Es una ciudad que suena. Y, paradójicamente, celebra la música en el Festival del Silencio, en homenaje a Chopin, que tiene un parque con su nombre. Al igual que Juan Pablo II, que tiene al menos 50 avenidas a su título. Exagero, pero sí son muchas.
Y luego uno descubre que al otro lado del río la cosa no es tan feliz. Que esa prosperidad de primer mundo no les tocó a muchos. Que en los barrios más pobres son las asociaciones de mujeres y los jóvenes voluntarios quienes se encargan de los huérfanos, los drogadictos, las madres solteras, las personas con discapacidad. Y, aun así, uno termina en ese estado de enamoramiento porque no todo puede ser perfecto, y esto sí que la hace más humana, más real. Vuelve uno a pronunciar “Varsovia” como si fuera una hermana.
Eso le pasa también a la parte más rural de Hungría. Pero después de ver Budapest, que es un gigante revolucionado, Tarnalelesz, en el norte del país, es un lugar detenido en el tiempo. O es un lugar donde el tiempo, como lo conocemos, no cuenta. Cuenta la temporada. Cuenta hacer en el verano todas las cosas que no se podrán hacer en el invierno. Cuenta vivir por adelantado, sin dejar de vivir en el presente. Es válido desayunar a las 11 de la mañana, trabajar hasta las 3 de la tarde y comer y beber desde las 8 de la noche hasta la hora 0. Y esa rutina se repetirá una y otra vez, mientras uno escucha historias increíbles de los húngaros, que son los mejores narradores que conocimos en este viaje. Quizá es una cuestión de lengua, porque la suya no se parece a ninguna otra.
Y de vuelta en Budapest, uno se da cuenta de que la gente siempre tiene algo que decir, algo que contar. Aunque en la ciudad, como todas las ciudades, el tiempo vuelve a ser un reloj. Y es tanto así que recorrerla es una odisea. Y el día se pasa mirando, literalmente, para el techo. Porque si hay una ciudad en donde uno no pueda dejar de mirar el techo, es Budapest. Todos los edificios, además de ser altísimos, están hermosamente techados, por dentro y por fuera. Y por la noche, cuando uno ya no puede ver los techos, se ve cada lado de la ciudad reflejado en el río que divide a Buda de Pest. Y se ve su castillo iluminado desde lejos. El castillo que disgustó a los húngaros cuando los austriacos se lo regalaron como muestra de respeto. ¿Y por qué no lo quisieron? Porque al lado de los castillos austriacos, el de Budapest es una hormiga, y pensaron que era una burla.
Y así, mirando para el techo, llegamos a Croacia. Nos dimos cuenta de que los techos de Zagreb tienen un relieve particular: unas puntitas que se elevan a lo largo de su superficie nos pusieron a especular. Decíamos, en términos prácticos, que eran para facilitar su limpieza, y en el invierno, su deshielo. Dijimos que eran parte un sistema de ventilación. Dijimos que eran una característica del estilo arquitectónico de la época. Y finalmente descubrimos que era un asunto del otro mundo. Sus techos tienen puntas, como puntillas en un piso, para evitar que las brujas aterricen ahí. Absurdeces del siglo XIII. Supongo. O quizá no. Quizá las brujas son croatas. Por eso nunca las hemos visto en otros lugares.
Si yo fuera bruja me preguntaría para qué ir a otro sitio, si en Croacia el mar es azul (azul marino), y el cielo también. Y las ciudades se elevan sobre el agua, desafiando la mala suerte, la gravedad, la densidad, y todas las leyes de la física. O se esconden en el corazón de las montañas, como Motovun, un pueblito encerrado entre murallas desde donde se ven las superficies infinitas de una planicie.
En mi raciocinio de bruja, el único motivo para abandonar el país sería la multitud. Olas de personas que recorren todas las calles, todas las playas, todas las carreteras. Croacia se lamenta de su ubicación y de su belleza en el verano. Y se alimenta de los visitantes, que son quizá el principal motor económico para algunas regiones, como esas que visitamos, porque las que no pisamos están por descubrir.
No seremos los mismos después de este viaje. Diremos “Europa del Este” pensando en el destino, el mismo que nos hará querer volver una y otra vez.
Fotografías por Leonardo Ló-pez