Hace un tiempo vengo pensando una teoría que surgió a partir de todas las mudanzas que hice en los últimos años y es que las personas podemos tener química o no con las ciudades, al igual que tenemos o no con otras personas.
Soy un ser urbano. A pesar de disfrutar mis días en el campo, reconozco que nunca podría haber sido mi hábitat. Con Andrés pasamos horas –literalmente horas– analizando ciudades, pensando en cómo están organizadas, cuál es el edificio que arruinó el barrio, cómo solucionar el tráfico, pensamos en reformas de los espacios públicos… En fin, dos obsesionados. ¿Tendríamos que haber estudiado urbanismo? Capaz, pero a esta altura nos limitamos a opinar de atrevidos.
Entre todos esos temas igualmente, el que siempre me intrigó más es el que trata la relación persona-ciudad a nivel sentimental, especialmente porque me pasa que en el momento en que piso una ciudad, me doy cuenta si tengo química o no. Feo juzgar en base a primeras impresiones, así que siempre toca revaluar ese primer contacto, pero en realidad es muy sencillo: me llevo o no me llevo.
Con Buenos Aires, por ejemplo, fue como pasar verano cuatro años con tus vecinos. Veranos con algunas dudas y tropezones pero aún así con la tranquilidad de tener tu familia al lado. Lo pasé demasiado bien por una buena cantidad de tiempo hasta que el país entero empezó a degradarse. La química inicial con Buenos Aires sufrió mucho por eso, y el último año o dos estuvieron marcados por reiterados altibajos. Después de cumplir los cuatro años me fui y lamentablemente no volví, pero conmigo me llevé unas amigas del alma y una tonelada de anécdotas que me hacen tenerle por siempre un cariño especial.

Con D.C. fue como conocer al amor de tu vida; vivimos una química de la mejor y la más pura. Desde que llegué me ilusioné con nuestra relación a largo plazo donde vivimos comprometidas a adorarnos una a la otra para siempre. Al día de hoy me acuerdo del viaje en taxi desde el aeropuerto Reagan hasta Georgetown: cara pegada al vidrio tratando de digerir ese cambio y sintiendo una conexión inmediata. Separarnos fue durísimo y no hay temporada que no añore todo lo que me dio y lo que dejé atrás cuando me fui.

Barcelona fue más bien una relación con ese amigo que querés pero en el fondo sabés que nunca te va a entender. Vivimos en un estado de amor y batallas, tratando de adorarnos aún sabiendo que pensamos estructuralmente diferente. Eran días de preguntarle «¿por qué no me das lo que me dijiste?», y cuestionarme, «¿seré yo que no te capto?». Nos adoramos en mil cosas y somos incompatibles en tantas otras. En definitiva, nuestra química se describe como lo resumió un gran amigo y sabio que vive ahí ahora y con quien me reencontré recientemente: Barcelona siempre va a estar bien… te va a querer y te va a recibir y la vas a abrazar siempre que puedas, pero no te va a dejar ser tu óptimo, ser si esto es lo que sentís, no le gusta.

Bogotá para mi es como ese amigo que conociste en un bar y tu amistad se afianzó bailando. Es la compañera de viaje ideal, que te regala risas para hacerte sentir bien y, a cambio, a ti no te sale más que seguirle un poco la corriente y disfrutar. A veces hasta parece que estuviera luchando para que entiendas que no es lo que se dice y puede ser cansador, pero en esta relación trato de hacerle ver que esa primera noche bailando, algo así como en el segundo trago, ya me había dado cuenta que era una ciudad puro amor y risa. Que no se necesita tanto esfuerzo sino que, después de un rato, mejor dejar fluir.

Quizás esta historia se trate solamente de experiencias personales donde todo dependió del momento y el tiempo, y esa combinación determinó si viví una cosa y dejé de vivir otra. Las decisiones difíciles también juegan su rol, o también puede que haya sido una cuestión de suerte y en cada lugar me crucé o no con las personas que debía o encontré lo que fui a buscar.
Aún considerando estas alternativas, me gusta hablar de química porque alude a ese vínculo que se siente, no se explica. Ese que está determinado por mi esencia y mi historia, así como la esencia y la historia de la tierra que me tocó –o que la vida me llevó a– pisar. Creer en ese instinto inexplicable para mi es, además, un impulso fundamental para seguir siempre buscando el mejor lugar en el mundo para cada uno y descubrir qué hay más allá.
Siempre hay más.
*Texto y fotos. María del Carmen Perrier.
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