Texto por la pez invitada Mayra Luna
Hay un cuento maravilloso de Junot Díaz que salió en el New Yorker hace algunos años, se llama The cheater’s guide to love. Todo el cuento está escrito en segunda persona, como si fuera un reclamo del narrador para sí mismo: “Your girl catch you cheating (…)”.[1] En el primer párrafo del cuento siento que estoy yo, pero yo no soy el narrador, sino la novia o la fiancée engañada. “She could have caught you with one sucia, she could have caught you with two, but because you’re a totally batshit cuero who never empties his e-mail trash can, she caught you with fifty! (…) Fifty fucking girls!”. Y sí, más o menos así me enteré de que me habían puesto cachos. Obvio no fueron cincuenta viejas, y menos aún desde un correo electrónico. Creería que fueron alrededor de siete o diez mujeres, en un lapso de dos meses en los que simultáneamente él salía conmigo, y por mirar una carpeta que se llamaba algo así como “Argentina” o “vacaciones” o incluso “trabajo”, y que estaba creada en un disco duro externo de él. God damn!
El narrador del cuento de Junot nunca nos habla del contenido de los correos, pero yo sí les voy a contar lo que encontré, porque soy una piroba chismosa. El modo en el que llegué a esa carpeta era todo un laberinto, una travesía. No recuerdo bien cómo fue, pero debió ser algo así: una carpeta principal que se llamaba “2013”, que al abrir debía tener unas doce carpetas, cada una de ellas con algún nombre como “documentos”, “finales”, “entregas”, “viajes de trabajo”. Dentro de “viajes de trabajo” algunas otras carpetas llamadas “entrevistas”, “protocolos”, “apuntes”, “apuntes 1”, “apuntes 2”, “apuntes 3” “fotos y videos”; y dentro de “fotos y videos” alguna otra como “Argentina” y dentro de “Argentina”, ¡boom!, un asombroso y terrorífico catálogo de fotos de muchas mujeres, entre esas yo.
La curiosidad fue tanta que miré el catálogo de arriba abajo y descubrí que estaba ordenado por fechas. Del archivo más nuevo al más antiguo. Todas las fotos estaban descargadas de whatsapp (¿Qué por qué lo sé? Porque yo había enviado algunas por ahí a su número personal). Además del orden cronológico había un patrón extraordinario. Había varias secuencias con siete o diez fotos y en cada foto aparecía una mujer diferente que conservaba la misma pose que las demás. La pose cambiaba de secuencia en secuencia y varias mujeres se repetían de una secuencia a otra. Una secuencia era con el culo en primer plano; los había grandes, pequeños, blanquitos y de color; pudorosos o de cucos grandes y desinhibidos o totalmente descubiertos. Otra era de tetas, cuello y labios; otra de todo el tronco y las piernas abiertas. Había fotos bien logradas, con buen movimiento e iluminación; otras muy flojas, con exceso de filtros y retoques; otras oscuras y de baja resolución. ¿Qué por qué tan atenta al detalle? Porque ese momento era tan inverosímil que no podía dejar de mirar. Y ahí lo supe, claro que las fotos eran descargadas de whatsapp, porque las especificaciones las daba él, no sólo a mí, sino a todas: “Quiero que me mandes una foto en la que te inclines así…”.
En fin, al dejar el detalle de cada foto y volver a todo el carrete, me dio por mover rápidamente el mouse del computador para navegar por el catálogo, que era la carpeta, hasta lograr un efecto visual que mezclaba tetas, culos, lencería de encaje, algodón, nylon y lycra de todos los colores, roja, negra, rosa, verde y azul… tan azul, que fue en ese instante cuando la historia pasó de la algarabía de Junot, al horror del cuento de Barba Azul. Ya saben, ese de las mujeres muertas, colgadas y degolladas que chorreaban sangre. Así lo parecía esa carpeta atestada de fotografías, sobre todo porque varias de ellas terminaban en la clavícula o en los labios, obviando el rostro, haciendo natural la ausencia de la cabeza.
Al final del catálogo había una última carpeta con una “x”, en ella había tres videos, de tres mujeres diferentes. El primero era feliz, iluminado. Él y una ella en la plaza pública de un pueblo colonial. Al fondo una iglesia que trataba de sobresalir detrás de los árboles. En el primer plano ellos haciendo unos pasos de baile que terminaban en un beso. El segundo video, explícito, por cierto, duraba varios minutos, pero lo reduje a cinco segundos al arrastrar el cursor por la barra de reproducción. En ese punto la imagen terminó siendo el tronco de una mujer que se movía frenéticamente, tanto que parecía detenida. Ella no era ella, o al menos no toda ella, sino un fragmento. Era una mesa sobre la que él pudo reposar cualquier cosa, la cerveza, el whisky, el ron. En el tercero aparecía yo, totalmente dormida. La cámara me enfocaba un cachete y empezaba a alejarse lentamente, hasta que se veía todo mi cuerpo, en forma de feto, sobre las sábanas revueltas.
¿Que si lloré? Sí, lloré. Borré una a una mis fotos y video con la decisión de que no iba a decirle nada, de modo que si él descubría que mis fotos ya no estaban, sería él y sólo él quien tendría que interpelarme a mí. Pues bien, mi reacción no fue la de la prometida del narrador del cuento de Junot que habría dicho “I’ll put a machete in you”, porque no hice reproche alguno; ni fue la de la mujer de Barba Azul que “hizo todo lo que pudo para demostrarle que estaba encantada”, porque yo no estaba encantada, aunque sí fingí estarlo, pues hice caso omiso y seguí con él por muchos meses más después del incidente, hasta casi completar el año. ¿Para qué? o ¿por qué?, no lo sé. Bueno, sí lo sé, la idea era vengarse con gracia. Una venganza lenta, prolongada, que tomara tiempo, que se hiciera en silencio, que fuera casi imperceptible ¿Que si lo logré? Tal vez, pero eso no vale contarlo acá, o al menos no hoy.
Recuerdo haber desconectado el disco duro externo, cerrar el computador y revisar mi celular que tenía un mensaje no leído: “Te estoy viendo, te estoy imaginado. Mándame una foto en la que te estés tocando así…”.
[1] The cheater’s guide to love, de Junot Díaz, en el New Yorker el 23 de julio de 2012.
[2] Barba Azul, versión de Charles Perrault.
Foto tomada de http://www.culturacolectiva.com