No suelo planear demasiado los viajes. Me basta con seleccionar, antes de partir, unos cuantos lugares que me aseguren un viaje diverso, con poco afán y algo de diversión. Una vez en el destino, ajusto la ruta a partir de los consejos que me dan los viajeros con que me topo, las recomendaciones ofrecidas en blogs de viajes y, sobre todo, la sensación que me generan sus fotos. Al ver una imagen se sabe –por instinto, por intuición– si el lugar está hecho para uno. Fue así, por fotos, como supe que debía ir a los cultivos de arroz de Vietnam.
Sapa está ubicada en el norte del país, cerca de la frontera con China. Es la ciudad más alta de Vietnam, con 1.600 metros sobre el nivel del mar, y es mundialmente famosa por la belleza de sus cultivos de arroz, el principal producto de su economía. Las fotos de Sapa disponibles en internet muestran cadenas montañosas de colores verdes, marrones y amarillos intensos, en las que se alzan terrazas artificiales con cultivos de arroz. Allí también se ven, recorriendo los campos y las montañas, mujeres en trajes autóctonos y viajeros con camisetas cortas y gafas de sol. En una frase: el destino que no debe faltar en un viaje de naturaleza e inmersión cultural, menos aún si es al sureste asiático.
En enero de 2015 llegué Ho Chi Minh, en el sur de Vietnam, la ciudad icónica de la guerra con Estados Unidos, antes conocida como Saigón. La ruta proyectada era atravesar el país de abajo a arriba, con paradas cortas para –ente otros planes– ir a las playas fiesteras de Nha Trang, recorrer el interior de las cuevas gigantes de Phong Nha-Ke Bang, navegar las aguas de Ha Long Bay y terminar, con broche de oro, haciendo senderismo por las montañas de Sapa. Un plan variado para tres semanas de viaje.
Todo iba de maravilla hasta que, desempacando la mochila en el cuarto del hostal, el primer día de viaje, un inglés en travesía de dos meses por el país, me dijo: “Escuché que hace dos días nevó en Sapa. No deberías ir”. ¡¿Qué?! El invierno en Vietnam, un dato no considerado del todo por mí y casi inexistente en el sur, en donde hacía un calor y una humedad irresistibles, cambiaba la imagen del cierre del viaje: en lo alto de las montañas ya no encontraría un sol radiante ni cultivos multicolores de arroz, sino neblina, agua y barro. Mucha agua y barro.
A pesar de la advertencia, decidí ir.
Desde Hanói, la capital política del país y el centro de operaciones de los viajeros en el norte, se puede ir a Sapa por tren o por bus. Aunque los trenes son bastante populares, por practicidad me incliné por un bus nocturno, es decir, un bus adecuado con tres filas de camarotes ideales para personas que no excedan el metro sesenta de estatura. Llegué a Sapa al amanecer de un día frío y nubado, sin haber dormido del todo bien. Me acomodé en el hotel y salí a caminar por las montañas de arroz. De esta forma comenzaba un tour de tres días y dos noches de caminatas por los alrededores de Sapa.
El tour lo integrábamos Matthew, un historiador gringo quien se ganaba la vida dictando clases de inglés, Roiy y Gal, una pareja de israelitas en su luna de miel, y yo, un colombiano disfrutando de sus vacaciones. Ese día la caminata tuvo como destino Cat Cat, una villa de pocas casas ubicada en el valle que forman las cadenas montañosas. Allí dormimos esa noche, en el hogar de una familia con tres hijos. La casa era de madera, de dos pisos, sin energía eléctrica después de las 10 de la noche. La señora cocinó la cena en una estufa de leña, con la ayuda de sus pequeños. Cenamos sentados en el suelo de la cocina, alrededor del fuego, dos platos típicos de Vietnam: Phò, un caldo con fideos de arroz y delgadas lonjas de carne de ternera, y spring rolls, unos rollos crudos de verduras envueltos en hojas de arroz.
A la mañana siguiente continuamos la caminata. Los cultivos de arroz que recorrimos eran completamente diferentes a los que me habían cautivado en las fotos. Los colores vivos y brillantes habían sido reemplazados por tonos oscuros y opacos; el sol por la niebla, el calor por el frío. Atrás habían quedado las camisetas cortas; ahora todos vestíamos chaquetas impermeables con el cierre hasta el cuello. Las terrazas de arroz eran piscinas de quince o veinte centímetros de profundidad, que humedecían las semillas enterradas en el suelo a la espera de las estaciones calurosas. Por ahora no había arroz, sino su promesa. Pese al choque de la primera impresión, fue fácil encariñarse del lugar y su gente.
Las mujeres por lo general son las guías de los recorridos; suelen estar por debajo de los treinta años y ser madres de dos o más hijos. Hablan un inglés decente, a pesar de que no han recibido clases formales de lenguas extranjeras. Los visitantes son sus profesores, y su oído, el instrumento de aprendizaje. A ellas les gusta bromear diciendo que los hombres del lugar son demasiado brutos para aprender inglés, de manera que están obligados a trabajar la tierra mientras las mujeres se dedican a otras actividades, como el turismo.
Las mujeres también son artesanas; a algunas se les ve cargando sus mercancías en cestos que llevan en la espalda y a otras, en puestos informales levantados en las calles de Sapa o en las casas de las villas que atraviesan las caminatas. Venden pulseras, collares, bolsos, vestidos e incluso sombreros. Todo bordado a mano, todo hecho en casa.
En la venta de las mercancías están vinculadas grandes y pequeñas; la caminata del último día, por ejemplo, fue acompañada por tres niñas de alrededor de ocho años. Al comienzo su presencia me pareció tierna –“quizás quieren practicar inglés”, pensé ingenuamente–, pero al final del recorrido entendí que buscaban propinas y deshacerse de sus artesanías.
Desde finales del siglo XX, Sapa experimenta una explosión inusitada del turismo, actividad que, junto con la producción de arroz, se ha convertido en su fuente principal de ingresos. La mayoría de los visitantes son extranjeros y van al lugar para recorrer sus montañas, claro, pero también para hacer compras en las tiendas de la ciudad. Allí se consiguen productos de las mejores marcas de ropa de viaje –en especial, The North Face– por una cuarta parte de su precio en centros comerciales pero una calidad igual, pues son mercancías originales que se han “filtrado” de las maquilas que operan en el país. En Sapa se está implementando un modelo que integra las comunidades locales dentro de la prestación de sus principales servicios –hospedaje, alimentación, comercio, alquiler de motos, guías turísticos, etc.– , de manera que los ingresos que dejan los visitantes llegan alguna medida hasta los grupos con mayores necesidades económicas, incluyendo a las mujeres.
Me dieron ganas de visitar las montañas de arroz. Tienes una segunda parte del texto? Quiero leer más
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