Seis, tus trece vidas y tu viaje estelar

Seis llegó a mi casa en una caja de zapatos. Lo recogí un lunes festivo después de salir del turno en el restaurante donde trabajaba. Uno de mis compañeros, con quien yo pocas veces hablaba, se acercó y me preguntó:

–Ale, ¿tu casa es grande?

Este man me va a pedir la casa para hacer una fiesta.

–Más o menos –respondí.

–¿Tu casa tiene jardín?

Es una fiesta, no hay duda.

–Un jardín pequeño –le dije.

–Es que mi novia y yo nos encontramos una gatita, le pusimos Mariana, pero ni ella ni yo podemos tenerla. 

No es una fiesta, pero será.

Habana había muerto unos días antes de manera violenta. Era una gata de tres meses que mi novio de ese entonces me había regalado y a quien yo había querido cada uno de esos días con un amor desmesurado. Su muerte prematura en garras de uno de los perros de la casa, a quien yo también quería mucho, me había dado tanta tristeza que a veces, mientras dormía, escuchaba los cascabeles que le había amarrado en las sillas de la casa para que ella jugara, y yo despertaba pensando que había sido un sueño, una pesadilla. Ella estaba viva. 

Me convencí entonces de que era Habana desde el más allá enviándome una gata de pocos días de nacida para que yo la cuidara. Esa tarde, cuando la vi, me di cuenta inmediatamente de que era un gato: tenía dos testículos redondos y grandes que mi amigo no había visto, quizá porque nunca había tenido un gato y acaso pensara que por la forma de los ojos era una gata. Pero era un gato, gris con pecho blanco, de orejas grandes, nariz rosada, y flaco. Lo metí en la caja de zapatos y nos fuimos él y yo en un bus hasta la casa. 

En el camino encontramos una herradura, y entonces supimos que habíamos tenido suerte de encontrarnos. Seis, como lo nombré, iba a ser un gato de la suerte, el mensajero de Habana, y quien viviría, además de sus siete vidas, las otras seis que Habana le había heredado. Por eso, y porque el día que supe de su existencia habían pasado apenas seis días de la muerte de Habana, y era 6 de junio. Ese día, cada año, celebrábamos su cumpleaños, aunque imaginamos que nació en mayo, y era Tauro como mi mamá y yo, y por eso, terco y voluntarioso, casero y comelón. 

Tiempo después descubrimos un libro infantil titulado Sixto Seis Cenas, de Inga Moore, sobre un gato que “era más listo que el hambre”, y que no solo vivía en el número 1 de su calle, sino también en el 2, en el 3, en el 4, en el 5 y en el 6. Cenaba cada noche seis veces y no pasaba hambre. Sixto Seis Cenas se convirtió entonces en el mejor homónimo de Seis que también era más listo que el hambre. Le gustaba tanto comer y además cosas tan extrañas: aceitunas, papaya, aguacate, huevos, y de ahí para adelante una lista de alimentos para humanos que él saboreaba y a veces robaba de alguno de nuestros platos. 

Seis fue un gato gordo, y por eso también nos referíamos a él como “el Gordo”. Cuando me fui de la casa a vivir con otro novio, ya no el que me había regalado a Habana, lo dejé en la casa con mis hermanos, mi mamá y Juan Manuel, el esposo de mi mamá. 

Seis era un gato sociable, amaba la compañía y aplastar personas durante la noche con su cuerpo de nueve kilos que inmovilizaba a cualquier humano en posición horizontal. Sentí su falta y lamenté durante mucho tiempo el hecho de haberlo dejado. El gato, a quien mi mamá adoptó como si con él se llenara el vacío de mi ausencia, se convirtió en su gordo, en su nene lindo. Y siguió así, rotando de dueño y de cama a través de los años, a veces dormía con mi hermano y su novia, Laura. A veces se acostaba con mi hermana y su gata, Ohana, y a veces, muy de vez en cuando, conmigo cuando volvía al nido a pasar noches de mis vacaciones en Colombia. A veces se metía en mi maleta mientras la empacaba, y una vez se sentó encima de ella cuando yo me estaba yendo a un destino incierto y triste, y su imagen, capturada por algún teléfono celular, me recordaba siempre que los gatos eran sabios, y que yo debí quedarme. Pero ya qué, Seis. Ya me fui y ya volví. Y tú viniste a recibirme en la puerta esa vez, y lloraste hasta que entré a la casa. 

Quiero decirte que tu vida en la nuestra fue hermosa, que la coincidencia de encontrarte nos llenó los días no solo de tus pelos blancos, sino también de tu increíble capacidad para hacerte entender: Que tenías hambre, que tenías frío, que querías que te consintieran la cabeza, que necesitabas salir a tomar el sol, que no querías tomarte el desparasitante… que por favor te sirvieran leche cada vez que abríamos la nevera. Que te dejáramos probar lo que había en nuestros platos. 

Seis, que la coincidencia de encontrarnos se haga de nuevo magia cuando hagamos el viaje estelar que tú emprendiste hoy, con un cuerpo mucho menos pesado. Que tu sueño sea suave y leve, y que tu alma por fin libre te lleve a nubes de crema batida. 

Tú, pequeño ser de algodón de azúcar, serás siempre un recuerdo dulce en nuestra propia existencia, en la historia de nuestra familia, y en el corazón de quienes de quisimos tanto. Que tus ojos verdes vean campos de aceitunas y el cuerpo te huela a olivas. 

Adiós, chiquitín.   

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