Texto por Holman Rojas
Ilustración por Julio Ossa
Una vez al mes yo los veía, a todos, ataviados con sus maletines, libretas, talonarios de facturación, calculadora en mano y camisas de mangas cortas, siempre manga corta. Así lloviera, así fuera de noche e hiciera frío. Con el tiempo llegué a asimilarlos con los Testigos de Jehová. De todos, el que mejor me caía se llamaba Pedro. De él yo sabía poco, más allá de que venía de Medellín y que a todos se nos iluminaban los ojos cuando llegaba. Que junto a la estela de perfume exquisito que impregnaba el local del almacén cuando entraba, traía un aura de calidez, de confianza y alegría que todos sentíamos. Estoy seguro que no solo a mí me daba esa impresión.
Al final de la tarde, cuando se despedían, yo no sabía para donde se iban. ¿Dónde dormirían? ¿Qué comerían esa noche? Normalmente uno no conoce los hoteles de su ciudad, así que me resultaba entre misterioso y exótico que fueran viajeros en mi propia ciudad. Por aquella época Duitama, en Boyacá, era una ciudad que no estaba asfixiada por el comercio en cada inmueble, como le pasa a muchas ciudades intermedias en Colombia hoy, que ante la falta de empleos formales, obligan a sus habitantes a ser independientes partiendo de sus propias carencias. No, en aquella época se podía caminar y conversar en las calles, algo casi imposible hoy. A veces, hacían comentarios sobre tal o cual hotel, restaurante, carretera sinuosa o travesía que merecía atención, un poco de especulación y fantasía para cualquier ocasión.
Lo que nos vendían eran repuestos o partes para bicicletas, importados de Italia, Japón y Francia principalmente, aunque también había mano de obra nacional. China todavía no había despertado en los ochentas y noventas. Junto a ellos y sus estrategias de venta, el ciclismo se me convirtió en una afición imponderable. Eran largas las horas del día o la tarde en que se hablaba de las características de uno u otro artefacto. Algunos vendedores, junto con sus mercancías habituales de línea, ofrecían otras cosas. Esto sucedía especialmente con quienes no trabajaban para grandes casas importadoras, sino que más bien eran autónomos. Así fue como llegó a mi casa el primer ajedrez, algo que, de hecho, se convirtió en otra afición imponderable.
Mi papá compró tres tableros de ajedrez. Uno para él en madera, grande, que podía medir 50×50. Uno mediando imantado para mi mamá, que tal vez nunca se abrió y uno pequeño también imantado para mí, del que seguramente se perdieron sus piezas a los pocos días. Del juego, que no conocíamos nada, solo nos fueron explicada las reglas por el vendedor y cuando digo “reglas” me refiero más al movimiento de las piezas. Eso fue suficiente para que en mi casa se jugara al ajedrez todos los días, algunas veces hasta las diez de la noche, otras veces se jugaba el día completo. Eso pasa cuando todo se convierte en obsesión, como a veces era nuestro caso. Al almacén o a la casa llegaban mis compañeros de colegio a jugar con mi papá o simplemente a verlo jugar contra otras personas. Yo los reencontraba en las tardes después de clase. La cita era en mi casa. Eso se lo debimos a un vendedor, nos vendió una obsesión, es cierto. También la posibilidad de superar las adversidades, de hacer movimientos creativos y saber que pocas veces todo está perdido y que pocas veces también hay lugar a la especulación.

Los vendedores que yo conocí eran completamente itinerantes. Conocían a la gente como nadie, estaban acostumbrados a lidiar con temperamentos, costumbres, y caprichos ajenos. Cultivaron la intuición de saber en quién confiar. Y vendían, vendían de todo. Te podían vender el mismo carro en que se movilizaban, como varias veces pasó. El vendedor de esa época solo tenía una cosa en mente: hace rotar el dinero. Entre tantos intercambios, algo se quedaba con ellos. Unos viajaban en bus, otros en sus carros, otros en camiones cargados de mercancía. Varios eran caóticos, como los hermanos Hinestroza. Unos negros del Buenaventura que viajaban en un furgón cargado de cachivaches, en donde buscar algo era una odisea. A veces dejaban de vender, porque no encontraban lo que se les pedía al interior del camión. Siempre estaban peleando entre ellos. Había uno que era el negociante y otro que hacía de empleado normalmente, aunque en realidad no había roles.
Otro era de apellido Zambrano. Lo recuerdo especialmente porque cargaba consigo muchas cosas en oro, desde el reloj que usaba, junto con pulseras, anillos y cadenas. Él era el dueño de la fábrica, pero su pasión era vender, en persona. Por eso viajaba por todo el país, a pesar de ser millonario como lo podría haber sido. Era el gerente y a la vez vendedor de su empresa. En la época de la guerrilla lo secuestraron, sobrevivió y volvió más flaco, pero solo a despedirse. No pudo seguir viajando como le gustaba.
Hoy todos fueron remplazados por usuarios, contraseñas, aplicaciones y demás artilugios digitales, para mal o para bien. No será esta generación, creo yo, la encargada de ponderar el beneficio o desmedro que este cambio pueda traer. La desconexión social tiene un nuevo escenario con la progresiva extinción del vendedor, entre tantos oficios y profesiones amenazadas. Esto se suma al significativo ahorro de la mano de obra, y consecuente pago de salarios. Al tiempo, menos comunicación humana, presencial. Ya no nos preguntaremos dónde duermen y qué comen, ahora puede ser un algoritmo el que nos ofrezca un nuevo juego para aprender. Pero, si es el ajedrez el que se le enseñe a futuras generaciones, tampoco habrá gracia. Hace rato que la máquina venció al hombre por amplio margen.
Escucha a Holman leer este texto en Vendedores, el tercer episodio del pódcast «Las palabras y las cosas«:
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