Nace en el poste y atraviesa el jardín exterior de la casa hasta llegar al techo. Se entrecruza sobre la frondosidad de un arbusto y desaparece en una parte del trayecto. En el techo se conecta a unas terminales que lo reciben en lo alto para aferrarse con firmeza a la pared e iniciar su descenso. La lluvia y el sol son sus compañeros de vida. Es blanco y se destaca – ya que la gran mayoría eran negros –, y cuando llovía se formaban debajo de él una fila larga de lágrimas que pacientemente esperaban caer, como estalactitas.
A veces, desde la ventana de la sala que daba al jardín, yo podía pasar un largo rato solo viéndolo, al cable, y pensando de dónde venía, qué traía. Venía de China. Con seguridad había viajado en un barco de carga por el Pacífico, el cual habría habitado por algunos meses. Habría visto polizontes y tripulantes. Seguramente fue hecho en una de tantas fábricas donde no se respira vida, donde se vive para trabajar y los empleados duermen solo seis horas en pequeñas literas de dos niveles y trabajan los treinta días del mes. Se iba a podrir en Bogotá, al otro lado del mundo. Aquí sería útil a alguien hasta que llegara su obsolescencia.
Este cable era hijo de otro cable y pariente de muchos otros cables. Tenía vecinos y amigos, y hermanos de los cuales fue cortado, pues al comienzo todos eran uno, y hacían parte de un rollo de muchos metros. En la religión de los cables, el ritual de desapego de sus hermanos es el momento más importante en la infancia, pues marca el comienzo de una nueva etapa, en la que se abren ventanas espirituales, y comienza a cumplir el objetivo máximo, la cumbre inmaterial de su existencia.
Hay cables que nunca trascienden la etapa de simple creación. No son cortados y su existencia se reduce a un estadio de letargo, por lo que quedan confinados a estar enrollados en carretes gigantes que aguardan en depósitos o en el mejor de los casos en los estantes de almacenes. Quienes practican el ritual de iniciación de los cables pueden ser sumos sacerdotes que conocen a la perfección el sentido de dicho acto, la importancia que tendrá en sus vidas. En la antigüedad los sacerdotes se vestían con casullas azules en tela de denim, pero hoy, nuevas corrientes religiosas se han impuesto, y sus hábitos varían, dependiendo la compañía telefónica o eléctrica a la que pertenecen. Esto ha cambiado mucho la forma en que los cables ven su existencia, pues entre los más jóvenes se ha perdido el sentido de trascendencia. Eso sí, en todo caso, lo peor que puede suceder es un ritual de iniciación apócrifo, hecho por un no sacerdote, que no usa las herramientas adecuadas y que en ocasiones lo deja casi inservible, producto de no tomar las precauciones necesarias como la correcta medición.
El sanedrín de los cables está en el fondo del mar. Se puede decir que allá reside el consejo de los cables más sabios, los de mayor capacidad, autoridad y poder de magia. Son cien o doscientas veces más gruesos y fuertes que mi cable blanco adornado con una hilera de gotas de agua cuando llueve y que también le sirve de estructura de apoyo a los pájaros que me visitan. Esos cables sabios, cables maestros, transmiten la magia a los cables menores, a los elegidos, pues hay muchos que son relegados a transportar electricidad, lo que se conoce como una especie de magia burda, o de hechicería si se quiere.
La magia de mi cable blanco es otra, y no se puede comparar con la mera conducción de corriente. Una vez que falló, provisto de un bisturí y unos alicates, lo examiné. Dentro del material exterior que lo hace impermeable, se desarrollan unas formas concéntricas que llevan a su núcleo, a su corazón, en el que sobresale tal vez un cable hijo, o quizás es su verdadero ser y su recubrimiento exterior, sea solo una armadura, una suerte de exoesqueleto. En su eje de color amarillo, justo en el centro se pueden ver unos filamentos que albergan mundos compuestos de códigos binarios, que transmiten ceros y unos.
Esos códigos binarios constituyen el poder místico, la fuerza que atrae y conecta toda una civilización de cables en el mundo y hace que mi voz sea escuchada o mi cara vista en Ulán Bator en segundos, donde mi otro yo habita y el otro yo de mi cable también. En esos filamentos hay también mundos que sí son justos, carros que se estrellan y nunca se deforman y soldados que no mueren.
Siento un hormigueo en mi brazo. Llevo horas viendo los filamentos de su fibra óptica. Retiro la lupa. Lo conecto de nuevo, me conecto y la llamo. Mis pensamientos ahora van en el fondo del mar.
Imagen por Chris Brenner de Pexels.