El ninja

“Ya tengo listo mi velero fantasma…” se leía en la página blanca de papel fino de arroz que Angélica encontró esa mañana debajo de su almohada. Una única frase en caligrafía pulida escrita en tinta verde, sin remitente, sin sobre, sin más. El crujir suave de la misiva fue la única señal que anticipó su presencia indiscreta cuando al alba, mientras pensaba en los ingredientes del jugo que prepararía para el desayuno, dio un par de vueltas en la cama y su cabeza se posó sobre el lado izquierdo produciendo un suave “crunch”.

Pepino, apio, manzana, perejil,  naranja, remolacha, zanahoria y jengibre, se dijo a sí misma instintivamente mientras aún sostenía el papel en la mano. Lo miró y antes de ponerlo sobre su mesa de noche, pensó: “¿A qué pendejo se le ocurriría esta gracia?  Tras de rebuscado, salió ninja”, y sonrió con el agotamiento triste que le provocaban los cortejos inútiles de aquellos que se pensaban innovadores y únicos. Se dirigió a la cocina, abrió la nevera y sacó una de las bolsas de verduras y frutas que sagradamente organizaba las tardes del domingo. Mientras ponía los ingredientes en el extractor, se preguntó: “¿De dónde habrá sacado ese papel?”.

Alejandro le dijo que probablemente ella era la única mujer en el mundo que tras recibir una nota de ese tipo se preguntaba por la calidad del folio y no por el remitente.

­­­­­–Yo, de ti, estaría ahora mismo en la policía poniendo una denuncia o algo por el estilo. Pero no. Tú no. No te interesa la mano misteriosa sino la estética del caso.

– ¡Ay, Alejo! ¡Vos siempre pensando pendejadas! ­–le respondió ella–. ¿Cómo no va a ser el papel lo más importante? Yo creo que es japonés. Ese papel no es colombiano, los conozco todos, sus gramajes y sus texturas. En ese papel escribió Kawabata y Mishima.

–Y, ¿es que tú tienes amigos allá? –preguntó él.

Angélica no respondió. Solo sonrió con el agotamiento triste propio de la condescendencia que le provocaban los lugares comunes y los Alejandros del mundo.

Ese día, mientras trabajaba en el diseño de una casa autosostenible de cuarenta metros cuadrados que un cliente acabado de llegar de un viaje de tres años por el mundo le había pedido, Angélica continuó pensando en el papel y recordó la tarde lejana en la que se había perdido en el aeropuerto internacional de Narita.

Al entrar en la tienda de souvenirs ubicada al frente de la pequeña rotonda de información de All Nipon Airways, donde pretendía relajarse un poco antes de seguir buscando el terminal D, Angélica supo que el autocontrol impuesto al manejo de sus tarjetas de crédito había llegado a su fin. Instintivamente cogió una bolsa de compras y con un placer inmenso fue depositando en ella todos y cada uno de sus antojos. Un pequeño cuadro de una geisha de labios rojísimos, un cedé que anticipaba en su portada el sonido potente de los tambores percutidos por tres hombres de torsos desnudos, una muñeca kokeshi, una alcancía de Totoro y un paquete de cincuenta hojas y sobres de papel de arroz.

Cuando por fin encontró la sala de espera 53 D, Angélica se sentó y se deleitó repasando rápidamente sus nuevos tesoros, pero nada le produjo tanto gozo como abrir lentamente la envoltura plástica que protegía celosamente a las frágiles hojas, sacar la primera con delicadeza, mirarla a contraluz y pasar suave, muy suavemente sus dedos sobre ella. Dos filas más adelante un hombre se había volteado con curiosidad al verla y era testigo de su íntimo momento de júbilo con el papel.

Él nunca apartó la mirada de sus manos, no fue discreto ni moderado y ella lo permitió sabiéndose entendida en su fetiche. En inglés se anunció la partida del vuelo con destino a Bangkok. Angélica tomó su equipaje de mano y caminó hacia el mostrador haciendo un giro inesperado que la llevó a pasar junto al fisgón. Lo miró de reojo y leyó en su maleta de cuero: Miguel P. Arquitecto. (COL). Le sonrió descarada y siguió.

Por: Adriana María Ramírez

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