Por Marilina «Mini» Suriá
Está desencajado y grita como un loco.
Me dice que me vaya. Que me vaya y que no vuelva.
Lo observo deambular de un lado a otro. Insultando. Golpeando. Escupiendo.
No recuerdo haberlo visto así jamás.
Insisto en que me deje entrar pero no quiere. Su furia es exuberante y por momentos hace temblar la tierra.
En medio de la bravura, el sol pierde su luz y él palidece como una flor en invierno.
No puedo esperar más.
Agarro mi tabla. Remo y se enfurece al verme, me empuja.
–No puedo más, me lo quitaron todo.
También dice que se está muriendo, que le han robado su virginidad. Que lo han ensuciado, profanado, desmoralizado.
Condenado a la desidia y a la indiferencia, dice que son años de priorizar causas ajenas, de un egoísmo constante y de una contradicción irreverente. Como si su ausencia no implicara decadencia o el fin de la vida como la conocemos.
No entiende. Está cansado y la fragilidad se le hizo carne. Fue saqueado por las redes del consumo hasta dejarlo sin agallas. Se está muriendo.
Intento reconocer un error mundial pero es en vano, mis piernas ya no se mueven y no consigo respirar.
El micro plástico ya está en mis venas:
Yo también caí en la trampa.