Para todas las Luisas de mi vida
Este es el relato del viaje que nunca hicimos, Luisa. En él cuento cómo no llegamos a madrugar ese día, ni cómo te apuré para que salieras de la ducha, porque quería que cogiéramos carretera temprano, con la ilusión de adelantarnos al tráfico terrible de los sábados. No ocurrió que entraras al carro con el pelo húmedo, excusándote tímidamente por la demora, mientras yo consultaba Waze en el celular, ya sentado detrás del volante, y te decía que la mejor ruta parecía ser la de la calle 13, a lo que no respondiste insistiendo que la 13 era terrible incluso a esa hora, que lo mejor sería coger la 80 y de ahí salir a Facatativá. Puede que finalmente hubiera cedido. No puedo escribir: «Caíste dormida mientras circulábamos todavía por la ciudad, para despertar más allá del río Bogotá, ya en la Sabana, y comentaste cómo te gusta esa hora de la mañana, cuando la neblina todavía descansa sobre los potreros y las vacas parecen encogidas por el frío». Ni subiste el volumen de la radio porque estaba sonando esa canción de Chavela Vargas que tanto te gusta y que yo siempre ponía cuando viajábamos en carro.
Habríamos hablado muchas veces de ese viaje, pero no alcanzamos a hacerlo. Me habrías dado a entender que la idea en sí misma era ridícula, que en Sasaima no iba a encontrar nada, que pretender buscarlo era tan absurdo como lo que habían planeado aquellos tipos. «Algo encontraremos», te habría dicho, pero no llegué nunca a decirlo. De manera que no arrancamos esa madrugada ni estuvimos ahí, dando vueltas por el pueblo, preguntándole a la gente que se limitaría a levantar los hombros y a decir: «Ni idea», hasta nunca dar con ese señor mayor, muy mayor, quién nos habría dado la primera pista: «Yo era muy pequeño, debió ser por allá en los 40. Mi mamá sí habló hasta que se murió de eso, de los estudios de cinematógrafo que iban a volver famoso a este pueblo». Y esa información que no nos dieron coincidiría exactamente con lo que yo había averiguado. «Sí señor, sí señor. Gracias por la indicación, que mi Dios se lo pague», no dije emocionado, golpeando con ambas manos el timón. Y ahí habríamos estado pero no estuvimos y no estaremos: dando vueltas, siguiendo las indicaciones del viejo, buscando el que iba a ser el Hollywood colombiano, allá por los años cuarenta.
No sudamos, no nos reímos, no paramos varias veces a lo largo de ese tramo de carretera que el anciano nunca tuvo oportunidad de señalarnos, no compré esa botella de agua para ti ni esa Coca-Cola para mí; no te besé el hombro cuando te quitaste la chaqueta por el calor del medio día. Nunca te miré mientras te arrastrabas debajo de un alambre de púas para ver si ese era el lugar que buscábamos. Y no me llamaste emocionada: «¡Tiene que ser aquí, Marroquín!».
Nunca caminamos juntos por esa casa que se estaría cayendo, ni bordeamos la piscina vacía de agua pero llena de maleza, ni nos detuvimos en aquel camino que alguna vez habría estado pavimentado porque pediste: «Recuérdame la historia». Pude responderte: «Unos locos que hicieron como tres películas y, en algún negocio, alguien les dio en pago esta finca. Quisieron mudar el estudio que tenían en Bogotá y montar aquí una producción en grande, hacer largometrajes que se hicieran famosos en el mundo, que compitieran con las películas gringas». «¿Y qué pasó?», nunca me preguntaste. «Pues que en este país solo querían ver en las pantallas charros mexicanos y vaqueros anglosajones. Hicieron el intento y quebraron. Fracasaron».
Entonces, no sé por qué, no se me ocurrió lo que se me habría ocurrido de haber hecho ese viaje, Luisa. Nunca se me dio por recoger un húmedo pedazo de cartón que había al borde del camino, sacar el esfero que llevo siempre y escribir sobre él: «Este es el Bulevar de los sueños rotos». No lo fijé como pude a un retorcido alambre de púas que había pertenecido a una cerca hace años dañada. Y no me dijiste: «Ay, Germán, estás loco, creo que hicimos un viaje para ver ruinas y nada más».
El viaje que sí hiciste, Luisa, fue sin mí. Te llevaste tus cosas del apartamento, me dejaste llorando con el solo consuelo de una botella de vodka a medio empezar, pensando que ibas ya en ese taxi hacia el aeropuerto, a verte con Ángel, quien al parecer no está loco ni hace viajes para ver ruinas nada más y con el que decidiste que ibas a empezar de nuevo en Londres, según me contaste cuando me dejaste claro que no habría ya nunca viajes conmigo.
No he ido a Sasaima para ver si existen las ruinas del estudio de Ducrane Films. No sé sí hay un viejo que recuerde algo, ni casa, ni piscina, ni maleza, ni los restos oxidados de una cerca de la que se pueda colgar un cartel. Pero a veces cierro los ojos y me voy hasta allá contigo y camino por aquel Bulevar de los sueños rotos.
Yo también hice el intento y quebré, fracasé.