Hace menos de dos meses, en una tienda de segunda en Aalborg, compré un libro de Eduardo Galeano. Se llamaba Días y noches de amor y de guerra. Lo tuve en mis manos menos de veinte segundos antes de comprarlo mientras leí la contraportada y el precio. El libro había hecho parte de la biblioteca del Gimnasio de Roskilde, y sospecho que no muchas manos lo habían tocado y pocos ojos lo habían leído. Tenía un color amarillento en las páginas y se veía viejo. No sé qué edición era. Tal vez segunda, aunque puede ser sólo un recuerdo fabricado.
Desde que lo empecé a leer tuve la sensación de estar en un lugar que no había visitado antes. El lugar del miedo. Y del amor miedoso. De morir, de ser descubierto, de ser encontrado, de ser desaparecido. En él, el uruguayo narraba una serie de historias de las dictaduras del Cono Sur en las que amigos y conocidos suyos sobrevivían (o no) gracias (o a pesar) del amor. En un viaje de casi 60 horas, entre la Península de Jutlandia y la sabana cundiboyacense, terminé de leerlo. Viniendo del futuro, con una diferencia de casi 7 horas, las horas de vigilia habían hecho de mí esa persona llorosa y húmeda en la que me convierto cuando no duermo. Esa excusa me sirvió para leer con ojos vidriosos el 70% del libro. El otro 30% lo leí en medio de un aguacero salado sin saber muy bien por qué.
La página 123 (que recuerdo bien por la secuencia de los números) hablaba de un reencuentro de Galeano con su abuela, quien para entonces se había quedado mueca y se preguntaba si él lo iba a notar. Y mientras leía ese capítulo del libro, lloraba, ya no por el insomnio sino por los encuentros. También pensaba en los encuentros que ya no fueron y no serán. Mi tía me había enviado esa mañana unas fotos de mi abuelo a quien yo quise con toda mi alma, y quien se murió a destiempo porque todavía no puede reencarnar en mi primogénito, y tal vez tenga que reencarnar en árbol de mango.
En las fotos, mi abuelo alzaba a un niño al que yo nunca había visto. ¿Quién era? ¿Se acordará de mi abuelo? Lamento que su enfermedad haya ocurrido cuando yo tenía más consciencia o más memoria o más melancolía, porque recuerdo sus últimos días con una nitidez casi cinematográfica. El día que murió yo estaba en La Calera en una fiesta. Cuando llegué a la casa, mi papá estaba vestido de traje con corbata y supe inmediatamente lo que había pasado. No quise verlo y mi abuela tampoco quiso que nadie lo viera. El tiempo nos hace las peores canalladas. Pero el tiempo y el espacio son infinitos: se expanden simultáneamente y así es como hacemos de la memoria algo extraordinario. En ese universo paralelo que nos inventamos, habitan en realidad las personas que invocamos. Yo, María, invoco a Juan, mi abuelo, y lo traigo a este tiempo sumergido en agua tibia y dulce. Tú, Eduardo, invocas a los amantes del tren y los traes a darse besos clandestinos en una estación del tren que se reproduce una y otra vez, en una extensión del tiempo que les faltó para besarse y en una dimensión espacial que algunos desconocemos, pero narramos. Así también están los vivos rondándonos cada vez que los nombramos.
A veces me parece que cuando imaginamos que le decimos algo a la gente que conocemos, de verdad se lo decimos. Mi mente con la tuya se hace una. Algo así como una conciencia universal en el que las almas se van a conversar. Qué coincidencia sería que yo te nombrara al mismo tiempo en que tú me nombraras. Ese acto telepático del que no sabemos nada es nuestro encuentro diario. Yo te nombro, te traigo con mi voz mental (la que lee mentalmente) y tú me respondes con mi nombre de 14 letras que tanto me costó aprender a escribir, en el que se repite la “a” cinco veces, la “e” y la “i” una vez, y la “r” dos veces, una vez con su sonido original, y la otra vez acompañando a una consonante.
*Foto por Leonardo Ló-pez @mrleeooh
Simplemente hermoso!!!
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¡Demasiado buena esta entrada! Me encantó.
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