¿Vas a perder tres días de tu vida?

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Puedes escuchar el audio con la voz de Alejandra dando clic en el siguiente link:

 

Día 1

La campana de las cuatro de la mañana la despierta recordándole lo tortuoso que fue levantarse a esta hora la última vez.

Su compañera de cuarto emite un quejido y se vuelve a dormir. Espera cinco minutos, no quiere ser la primera en bañarse, pero si alguna de las dos no lo hace, llegarán tarde a la meditación. Se mueve a propósito esperando que el ruido de la cama la despierte. Es inútil. Alguna de las dos debe tomar la iniciativa.

Abre la llave esperando con un optimismo infundado que el agua se caliente, observa que ya su mente ha empezado a apaciguarse, que en lugar de pensar en cómo vestirse o a qué hora es su primera reunión, piensa en qué momento entrar a la ducha. Está en el momento presente.

No se tarda mucho, no está acostumbrada a compartir el baño y no quiere retrasar a nadie. Sale en toalla para darse cuenta de que fue inútil tanto afán porque su compañera sigue durmiendo.

Aunque hablaron un momento la noche anterior, olvidó preguntarle su nombre. Ahora deberá llamarla en su mente “mi compañera” hasta que se dé por terminado el noble silencio.

Le toma dos minutos estar lista. No está permitido usar fragancias ni nada que llame la atención. Prescinde de la crema hidratante, el aceite, el protector solar y el perfume. Tampoco necesita pensar si el pantalón combina con la camisa, porque nadie la mirará. Lo importante es que el vestuario sea cómodo.

Deja sus zapatos en la puerta y entra con cautela, evitando interrumpir a los que ya están sentados.

Se acomoda en posición de flor de loto, pero la presión en las rodillas la hace cambiar de postura de inmediato. Se arrodilla, cierra los ojos, descansa las manos sobre los muslos y se concentra en su respiración. Siente cómo el aire frío entra por la nariz y sale tibio acariciando la parte superior de sus labios. Es lo único que debe hacer. Suena simple, pero se le hace extremadamente difícil y aburridor. Lucha con no desconcentrarse, con no moverse, recuerda las palabras de un compañero la noche anterior: “Es una eterna lucha contra el cuerpo”.

La pelea constante con la mente le produce dolor de cabeza. Esta vez no se resistirá, se detendrá en cuanto se canse. Luchar la agotó la vez pasada y por eso dormía gran parte de las jornadas. Abre los ojos, mira alrededor; algunas ya se rindieron y están durmiendo. Las de adelante siguen intactas, como estatuas de Buda.

Tiene una posición privilegiada al lado de la ventana con vista al oriente. Se queda quieta viendo cómo aparece el sol detrás de las montañas, oye los pájaros, un gallo, espera a que se ilumine el cielo sin ser consciente de que su contemplación es una forma de meditar.

La campana les advierte que ya está listo el desayuno. Estira las piernas, las sacude esperando con paciencia a que pase el hormigueo. Inclina su cabeza y se levanta despacio para evitar marearse.

Come lentamente, pues solo tendrá el placer de hacerlo dos veces al día y la segunda vez será a las 11 de la mañana. El desayuno consiste en avena caliente con granola, banano y chocolate. No está permitido sacar nada del comedor.

Hay una banca para contemplar las montañas, pero prefiere acostarse debajo de un árbol cargado de mandarinas que también están prohibidas tomar. Bromea pensando que a lo mejor alcance la iluminación como el Buda lo hizo debajo de un árbol.

La campana le advierte que debe volver al salón. Repite la misma rutina procurando no llegar de primera; le esperan tres horas de meditación con un descanso de 15 minutos. Esta segunda jornada es más difícil que la primera; no logra concentrarse, piensa que es una pérdida de tiempo, que eso de meditar no tiene sentido. En su cabeza retumban las palabras de su mamá: “¿Es necesario que vayas? Vas a perder tres días de tu vida”.

A esta hora podría estar acostada en su cama viendo la serie de Netflix que dejó empezada. Se avergüenza de sí misma, no puede ser que, durante una hora, repita la misma imagen del final que quiere para la serie. Trata de cambiar de idea pensando en sus gatos, quizás ahora en este estado de pureza pueda hablar telepáticamente con ellos.

¡Mala idea! Recuerda que no les dejó arenera ¡Pobres gatos! ¡Deben estar constipados! Tal vez doña Edu cuando pase a verlos se las ponga. ¿Qué tal que le pase algo y no pueda ir? Varias veces ha cancelado porque la golpean en el Transmilenio y debe ir al médico.

Suena la campana. Ha desperdiciado tres horas pensando en el final de la serie y en la arenera de los gatos.

Almuerza y se va directo a dormir, si no lo hace en este momento, lo hará en la meditación. Suena la campana de nuevo, se le hace más difícil levantarse a esta hora que en la mañana. Su compañera de cuarto se voltea, como aferrándose al sueño.

Tarda más que el resto en acomodarse. Las mujeres de adelante parecen en trance. ¿En qué momento entraron, se acomodaron y se concentraron? ¿Acaso son parte del mobiliario?

Busca los compañeros con los que llegó. Si les encuentra alguna señal de incomodidad, incumplirá su promesa de quedarse tres días y por ahí derecho el silencio para pedirles que se regresen.

Es inútil, se ven plácidos, hasta parece que lo disfrutaran.

Sería peor idea regresarse sola que quedarse. Quizá no sea una pérdida de tiempo completa, ha pasado peores fines de semana, recuerda varios en que vio televisión todo el tiempo. En otros estaba tan exhausta que durmió por dos días o el de su cumpleaños que pasó todo el domingo recuperándose del guayabo. Este fin de semana lo podría resumir así: salió de la ciudad, conoció nuevas personas, respiró aire puro, durmió.

Se resigna, se quedará hasta el final como lo prometió.

“El primer día ha terminado”. Dice la grabación de la voz del maestro, con su fuerte efecto somnífero, no resiste más y se duerme en la sala de meditación.

 

Día 2

La campana suena a la misma hora. Su compañera no da indicios de querer ser la primera en bañarse, las mujeres de adelante lucen tan estáticas y tranquilas como monjes tibetanos. Cierra los ojos, respira, una mujer dorada deposita un caldo del mismo color en su vientre. Tan pronto es consciente de su alucinación, la diosa desaparece. Abre los ojos justo para contemplar el amanecer.

La sombra del árbol es su pequeña indulgencia. Sus ramas filtran la cantidad de luz suficiente para calentarla y las frutas maduras que han caído al piso empiezan a descomponerse creando un colchón suave y aromático que reemplaza el perfume que está prohibido usar. Unas cáscaras de mandarina escondidas debajo de una piedra son la evidencia de que alguien ha roto la promesa de no mentir, no robar y no comer después de las 11 de la mañana.

Es un desafío intentar concentrarse durante la meditación después del desayuno. Piensa en él. Después de todo este tiempo el resentimiento sigue intacto, le da vueltas, imagina situaciones hipotéticas en las que le expresa su rencor a él y a sus amigos. Aparece un escorpión en su vientre como una señal de que tanto encono le producirá cáncer. Se asusta, abre los ojos.

Despertarse después de la siesta es una tortura; bebe agua, estira sus extremidades. Estar tanto tiempo quieta está afectando su intestino, debe moverlo, para no agregar problemas de constipación a la lucha que lleva.

La luz de la tarde cae directamente sobre ella, en cuanto cierra los ojos, él vuelve con sus amigos, los recrimina, recuerda el escorpión que vio en la mañana. En un acto de profunda superficialidad los perdona para evitar enfermarse de odio, pero nadie se ha disculpado y tampoco los quiere perdonar. Es inútil, esto es una farsa, el hecho de meditar un fin de semana no la hace una mujer sabia, ecuánime, o de sentimientos puros. Decide dejarse de atormentar por ellos, no puede cambiarlos, no puede perdonar, solo puede aceptar lo que siente, aceptar su rencor. La noche anterior el maestro decía que una sensación agradable tiene el mismo valor que una burda y no debes apegarte a ninguna de ellas. ¿Acaso el perdón y el rencor no son equivalentes a sensaciones agradables y burdas que surgen y desaparecen?

En el momento que acepta sus sentimientos, él, sus amigos y el escorpión se van. Algo cambia, la concentración deja de ser tortuosa, el dolor permanece, pero no la atormenta.  Ha empezado a disfrutarlo.

 

Día 3

Levantarse a las 4 de la mañana es igual de difícil que los otros días. La diferencia es que hoy termina el curso. No espera a que su compañera de cuarto de señales de consciencia. Es de las primeras que llega al salón, se sienta, cierra los ojos, respira, recorre todas las partes del cuerpo desde la coronilla hasta los pies. Estar tan consciente de las sensaciones de su cuerpo le saca a la luz todos los dolores que ha estado ignorando. Ya es hora de revisar el dolor en la rodilla que solucionó dejando de trotar, de ponerle atención al espasmo que se acumula en su costado izquierdo… A su sangrado.

Después de hacer varios recorridos por su cuerpo, se siente lista para ahondar qué sucede internamente. Su cerebro se siente pesado, es normal, el esfuerzo por mantener la concentración lo tiene trabajando duro; los pulmones están fuertes, el corazón que la última vez le reclamó por ignorarlo en su toma de decisiones, está tranquilo; su sistema digestivo le sugiere dejar los lácteos.

Al llegar al útero, encuentra a una mujer triste, ignorada, que ha estado llorando sangre. Se disculpa por su indiferencia, le promete que agendará la cirugía que ha procrastinado por más de un año, que hablará con el doctor para no perderlo. La carga, la acaricia, la lame, lloran juntas.

Suenan los cánticos de la mañana. La voz desafinada del maestro la saca de su estado. Abre los ojos para contemplar un amanecer distorsionado por sus lágrimas. Es un amanecer diferente, es un amanecer despejado.

 

 

 

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