A finales de noviembre de 2008 estuve diez días en Polonia con mi amiga Choi de la República de Corea, con quien viajé un año después a su país y pude estar en la frontera de Corea del Norte.
Polonia es un país maravilloso y los polacos, aunque parecen ser fríos y serios, para mí no lo son tanto, ni los menos 15ºC de ese momento los volvió fríos, es más, son los europeos (no latinos) más cálidos, amables y aseados que he conocido. Esto por supuesto lo digo desde mi experiencia, no sólo por los días que estuve allá, sino porque durante los dos años que viví en Londres, estuve rodeada de personas de muchos países, especialmente polacos, algunos de ellos son personas que recuerdo con respeto y cariño.
Cracovia, antigua capital polaca, está llena de historia y cultura. El Castillo de Wawel; la catedral de San Estanislao; la leyenda del dragón; el río Vístula y Kazimierz; el barrio judío; la plaza del Rynek; la librería Matras, la más antigua de Europa (1610); la Universidad Jaguielónica (Uniwersytet Jagielloński); la comida y hasta el frío de aquel momento, hicieron de esa ciudad un encanto particular para mis sentidos. En ese momento me quedó claro porqué era la ciudad polaca favorita de los nazis, quienes después de su invasión, la mantuvieron intacta y se instalaron en ella, mientras destruían y bombardeaban Varsovia.
A 60 km de Cracovia se encuentra Oświęcim, ciudad polaca que, en 1939 fue invadida por el Tercer Reich; desde ese momento se conoce con el nombre en alemán de Auschwitz. Tengo la imagen de una ciudad oscura y triste en la que aún se siente la presencia de Auschwitz y Birkenau, ese reflejo de la utopía atroz de la que hablaba el visionario Kafka en sus novelas, ese horror del delirio de la humanidad. La utopía atroz se volvió realidad a través de un proyecto casi impensable y cruel; el campo de concentración creado por los nazis en abril de 1940 para prisioneros políticos polacos, que terminó convirtiéndose en el campo más grande de exterminio y de trabajo inhumano hacía judíos, gitanos, homosexuales, prisioneros de guerra soviéticos y ladrones de toda Europa. Los prisioneros atravesaban diariamente la entrada al lugar, cuya puerta tiene una frase sarcásticamente inhumana: “Arbeit macht frei”, que quiere decir “El trabajo hace libre”. A pesar de que cada rincón del lugar es frío, lúgubre y fúnebre, en aquella entrada sobresale la resistencia de los prisioneros, pues fueron ellos quienes tuvieron que construirla, pero dejaron la «b» de «Arbeit» al revés.
Las personas cercanas a mí saben que hablo mucho cuando tengo confianza y poco cuando no, cuando me siento incómoda o cuando me es necesario guardar silencio para escuchar al otro, sin embargo, en aquel viaje experimenté algo completamente nuevo para mí. Durante mi primer día en aquella ciudad fui al museo Auschwitz- Birkenau, allí además de sentir por primera vez un clima casi insoportable, me enfermé de frío y también de realidad; mi cuerpo se resintió y se resistió ante mí, ante mi existencia, mi individualismo y descuido por el otro. Aquel día, mientras caminaba por el campo, mi imaginación fue más allá de lo normal, sentí el hambre, el trabajo pesado, los experimentos genéticos, las cámaras de gas, los ácidos y las ejecuciones masivas. Mi cuerpo y mi mente reaccionaron ante las condiciones del ambiente y del clima. Temblé, sudé, tuve escalofrío en medio de menos 15ºC y hasta llegué a vomitar durante varios minutos en uno de los bloques donde se expone el pelo de los prisioneros, con el cual los nazis fabricaban abrigos; sí, rapaban a los prisioneros antes de que fueran, sin saberlo, a las cámaras de gas.
Desde ese momento y durante los siete días siguientes no pude pronunciar una sola palabra pues de mi boca sólo salía vomito de agua congelada. Sentí por una semana entera como la realidad y la imaginación se enfrentaban la una a la otra. Estaba tan afectada emocionalmente que hasta pensé en la posibilidad de adelantar el tiquete y regresar a mi cotidianidad londinense, pero ni siquiera pude llamar a averiguar cuánto costaba el cambio, y mucho menos pude comunicárselo a mí amiga Choi. Sentí como me quedaba sin habla, mientras mi cabeza, pero sobre todo mi alma gritaban. Mi sensibilidad hizo de las suyas al presenciar un boceto de la utopía atroz de la humanidad. «Si fuera más apática y menos sensible me dolería menos la vida, la mía y la de otros que ni siquiera conocí. No imagino lo que pueda sentir mi alma si se acerca a algo similar a esta atrocidad», pensaba yo.
La idea era pasar una noche en Awschwitz, pero no me sentí capaz, así que volvimos a la colina de Wawel, hoy conocida como Cracovia, la Ciudad de la Literatura según La UNESCO, quizás la literatura me salvaría de las atrocidades que había presenciado, pero como soy un ser que no huye de sus emociones decidí leer el libro de Primo Levi, más otros que había comprado acerca del campo de concentración.
En Cracovia nos faltaba conocer al dragón de la cueva de Wawel, así como a poetas y escritores de la cuna de la cultura polaca. Presencié por pocos días cómo ese enorme dragón se devoraba los árboles congelados, y no a los ciudadanos como decía la leyenda[1]. Pensé que me encontraría por las calles a la escritora y premio Nobel de literatura de 1996, Wislawa Szymborska (1923-2012), o al fantasma del escritor Czeslaw Milosz (1911-2004), también premio nobel en 1980, pero no, fue más fácil encontrarme al dragón, ese que me consumió con imágenes que no se iban de mi cabeza. Mi imaginación es de las cosas más poderosas que tengo, pero ni siquiera pude usarla para recrear algo que no se acercara a una cámara de gas. Me metí a la boca del dragón, al horror del delirio humano y empecé a sentir la falta de fe hacía la humanidad, esa que sigue cometiendo ante los ojos de todos, actos atroces que se justifican sin cesar.
Días después volví a Londres, seguí leyendo la utopía atroz, pero mis amigos polacos me contaron una gran historia que me hacía retomar mi imaginación, esa que me permite sobrevivir. Un zapatero llenó de azufre la piel de un cordero y el dragón de Wawel se la comió, a este le dio tanta sed, que se bebió toda el agua del rio Vístula y explotó.
Menos mal alcancé a conocer el río, porque amo las ciudades con ríos y ese río precisamente me permitió refugiar mi alma del dolor, ese que espero no sentir, pero quizás para mí también la atrocidad o la muerte lleguen y no me refiero a mi propia muerte. Cuando eso pase espero tener la suficiente magia e imaginación que me permitan sobrevivir, porque ante el dolor, la razón no cabe.
Karolinka pisó Awschwitz y comprobó lo sensible de su ser, ese que la llevó a vomitar y a guardar silencio, sin evadir lo que sus sentidos presenciaron y agradecer en dualidad su consciencia, esa que a veces quisiera no tener, porque duele más de lo que ella imagina.
[1] Dice la leyenda que muchos siglos atrás, en la colina de Wawel, hoy Cracovia, vivía un dragón feroz. Los hombres más valientes habían intentado vencerlo, pero todos morían. Finalmente, el rey anunció que quien fuera capaz de acabar con el dragón, se casaría con su hija y heredaría el trono. Sin embargo, esto no fue posible. Un día, el zapatero Krak, decidió llenar de azufre la piel de un cordero, dejándolo a la entrada de la cueva del dragón. A este le dio tanta sed que se tomó el río Vístula y estalló. El zapatero se casó con la hija del rey y el pueblo adoptó el nombre de su héroe. Hoy la antigua capital de Polonia es conocida como Cracovia (Kraków).