Está a una cuadra, falta poco. Mientras espera el semáforo, mira sus manos que sostienen las bolsas de las compras. La derecha tiembla y las dos sudan. Intentar calmarse o respirar le resulta imposible y cerrar los ojos solo le provoca un nudo más fuerte en la garganta.

–Calma –se dice a sí misma–. Por favor, calma –insiste.

Cambia la luz, avanza rápido aunque con especial atención, porque sabe que el peligro de su estado y el atropello de los autos pueden ganar de antemano su batalla.

Una vez frente a la puerta, tira las bolsas. Abre la puerta, recoge las bolsas, las vuelve a tirar y se dirige al baño, donde se quita la ropa con engorro pero a la mayor velocidad posible. Prende el agua y se mete debajo del chorro, no importa que esté fría todavía, es ahora o nunca, o mejor dicho, es ahora o dejarlo ganar.

Empieza a caerle el agua en la cabeza y, en cuanto calienta, se sienta para no perder el equilibrio. Bañarse es lo único que le contiene el dolor.

–Ya basta, ganaste –se dice, pero no parece escuchar, es insaciable.

Abre con dificultad los ojos porque los párpados parecen estar, una vez más, en su contra.

–Como siempre, traidores.

El vapor empaña la puerta de vidrio, y en cuanto las gotas comienzan a caer, un relámpago mental la deja en hipnosis. Está perdiendo el juego, un juego casi imposible de ganar. Vive en ella, y hace con ella lo que quiere.

Totalmente ida, su esfuerzo es únicamente visible por el recorrido de sus lágrimas que se confunden con el agua, que al mismo tiempo le quema la piel hasta quedar roja y sensible.

No hace nada, permanece inmóvil, sumergida e inconsciente. Es una versión de estar viva sin estarlo del todo. Es un estado lamentable y familiar.

Es el fin. Ha ganado como siempre y, aún así, Él quiere seguir jugando y no la dejará ir, no del todo.

*Texto por Maria Perrier. Ilustración por Pancho Perrier.