Por Consuelo Pérez
En la casa del Sr. Vela viví unos cinco años de mi infancia, entre mis ocho y mis trece. Mis padres se vieron en la obligación de tomar en arriendo parte de esa casa debido a que no tenían un trabajo estable y no podían pagar algo mejor.
Imaginen una casa de los años cincuenta en el barrio Chapinero de Bogotá. Pisos de madera que rechinaban y escaleras de pasos anchos que traqueaban con cada pisada como si se lamentaran de un dolor tortuoso. La casa estaba repleta de muebles viejos. Tanto trasto no permitía contemplar la majestuosa amplitud de las casas de esa época. Por el contrario, entrar en ella era sentirse abrumado por patas, espejos, tablas, puertas, chapas, contornos, olores y telas. No se podía caminar, sino que se atravesaba tratando de no quedar enredado en alguna telaraña o con la ropa rucia.
Todos debíamos seguir este camino para llegar hasta la cocina que era el sitio para reunirnos. Y debo aclarar que todos éramos nosotros, mi familia, y uno que otro tío o tía, por parte de mamá, que se atrevieron a visitarnos en la casa del señor Vela. La casa era tenebrosa.
Con el tiempo mi hermanita y yo cruzábamos de la entrada a la escalera sin rozar nada. Hacíamos muecas con la cara y con el cuerpo. Nos estirábamos, nos encogíamos, nos agachábamos o saltábamos hasta el final y a toda velocidad. En varias ocasiones solo con llegar a la casa nos corría un frío por la espalda que nos hacía apurar el paso hasta llegar a la cocina donde encontrábamos a mamá. Siempre nos acompañábamos para subir al segundo piso donde teníamos más espacio para jugar. Un gran hall rodeado por nuestro cuarto, el de nuestros padres, un pasillo y tres cuartos más que permanecían cerrados con llave. El Sr. Vela decía que allí tenía otras pertenencias y que no debíamos tocar nada, porque podríamos dañarlas.
Nos causaba mucha curiosidad saber qué había en esas habitaciones. En varias oportunidades nos acercamos a las puertas a escuchar y hasta llegamos a preguntar, cuando nos sentíamos muy osados, si había alguien allí. Lo hacíamos despacio y con los músculos tan tensionados que se nos podrían haber quebrado de un pastorazo. Con mi hermanita caminábamos en puntas de pie, tratando que los chillidos de la madera ni nuestra risa nos delataran. Cuando mi mamá estaba planchando, ella ya conocía parte de este juego, y al escuchar el tercer o cuarto chirrido del piso, nos lanzaba un grito: “Niños dejen las cosas del Sr. Vela en paz”. Nosotros nos devolvíamos entre risas tragadas a dos manos a nuestro cuarto y continuábamos jugando cualquier otra cosa: escalera, stop, carros y hasta a las muñecas. Dejábamos que las puertas se cerraran a nuestra espalda pues en esa casa ninguna se mantenía abierta y no sirvió ponerles cuanta tranca se nos ocurrió. El espacio que quedaba entre la puerta y el piso era lo suficientemente amplio como para meter una de nuestras manos hasta los dedos y de vez en cuando tratamos de mirar por debajo. No se veía nada más que polvo.
Pasábamos mucho tiempo en la casa, a veces mi hermanita se ponía a colorear y yo jugaba solo en mi cuarto. Disfrutaba dibujar con tiza una pista de carreras sobre el piso y la recorría con canicas. Era toda una hazaña hacer rodar las bolitas de cristal. Los listones de madera natural trancaban el curso de la competencia. Cuando las canicas eran muy pequeñas se detenían entre tabla y tabla. Cuando eran muy grandes superaban el obstáculo, pero cambiaban la dirección de su trayectoria y el desnivel hacía que fácilmente cogieran velocidad y se me escaparan por debajo de la cama, del armario o de la puerta.
En las noches se escuchaban muchos ruidos. Pasos y roses contra las paredes, puertas que se abrían y cerraban con fuerza. Música y voces que discutían en murmullos y la voz especialmente clara de una niña. Al principio nos asustábamos, pero pronto nos acostumbramos a ellos y dormíamos como si nada.
Recuerdo que una mañana encontramos que la habitación Uno del Sr. Vela tenía una cuerda amarrada de la chapa a la baranda de la escalera. Esa noche se había azotado esa puerta tan duro que a todos nos dejó sentados en la cama y a nosotros llorando. Supuestamente, según mis padres, había sido que la ventana se había abierto y el viento había hecho cerrar la puerta con fuerza. Quién había abierto la puerta y la ventana no me lo respondió nadie porque nunca lo pregunté. Mis padres con el consentimiento del Sr. Vela se aseguraron de que el viento no nos despertara por unas dos semanas más, hasta que sucedió lo que nos sacó de la casa.
Había convencido a mi hermanita de correr una pista con las canicas. Trazamos la carreterita por el tablado de nuestra habitación, meta y final señaladas con banderitas coloreadas con tiza de otro color. Nos repartimos las bolitas y ella, aprovechándose de haber aceptado jugar conmigo, cogió las más coloridas, las más valiosas en mi concepto. Comenzamos la competencia y yo le tomé ventaja fácilmente. Ella con falta de tino tiró varias canicas por debajo de la cama, yo perdí otras por debajo del armario y unas cuantas se nos escaparon por debajo de la puerta. Cada vez que conseguíamos llevar una bolita hasta la meta la depositábamos en un tarro y anotábamos el puntaje.
Yo llevaba la ventaja con más de cinco potas que habían cruzado la meta. Cuando ya habíamos llevado todas las canicas hasta el final comenzamos a buscar las que se habían metido debajo de la cama y del armario para continuar el juego. Yo conocía tan bien mis juguetes que sabía con exactitud cuántas me faltaban y cuáles eran: una pota arcoíris, tres canicas normal payaso, dos vía láctea y una luna que tenía una especie de cráteres de colores. Seguro que esas habrían rodado por debajo de la puerta, pensé.
Salimos al hall con mi hermanita y encontramos una payaso que nos hizo dirigir la mirada y tener el presentimiento de creer que las otras habían rodado por debajo de la puerta del cuarto Uno del Sr. Vela. Yo no lo pensé dos veces y comencé a desatar la cuerda que mantenía la puerta cerrada. Mi hermanita me decía entre susurros que no lo hiciera porque nos meteríamos en líos con nuestros padres y el Sr. Vela. Me halaba de la camiseta insistente y temerosa. Ella no alcanzó a terminar de hablar y halarme del brazo, cuando al mismo tiempo que la cuerda cayó al piso la puerta se abrió.
Nos recibió un fuerte rayo de luz que atravesaba las dos ventanas de seis cuadritos de vidrios cada una. Tuvimos que entre cerrar los ojos y levantar el codo para hacernos sombrar mientras nos acostumbramos rápidamente a la luz y pudimos ver en dónde estaban las canicas. Quedamos sorprendidos bajo el marco de la puerta al ver que las bolitas habían hecho surcos entre el polvo y se veía la huella en forma de camino antes de perderse por debajo de un gran armario que parecía dormido.
Me solté de mi hermanita alzando el codo con fuerza y empecé a caminar despacio hacia el armario. Ella se mantuvo detrás y caminó conmigo dentro del cuarto mirando cómo mis pasos alzaban el polvo y dejaban huellas que ella iba pisando. Alcanzamos a avanzar unos cuatro metros frente al armario y sentimos cómo la puerta de la habitación se azotó detrás de nosotros. Mi hermanita me agarró fuerte y trató de llevarme de regreso. En silencio y con los ojos bien abiertos le hice entender que no me iría sin antes recuperar mis canicas. “No pasa nada”, le murmure apretando los dientes. Caminamos más cerca del armario y escuchamos una voz que eran mil voces más al mismo tiempo. La voz se desplegó hacia nosotros como fichas de dominó en caída y nos atravesó el alma. “¡Hola! Los estaba esperando”, dijo. “¡Sabía que algún día vendrían!”, añadió en tono alegre.
La voz era la misma que habíamos escuchado tantas veces en las noches. Era la voz de la niña que jugaba en los pasillos de la casa. Pero esta vez, multiplicada en un horrible eco, nos heló por dentro. Ya con los ojos más acostumbrados a la luz intensa, miré rápidamente a mi alrededor y quise retroceder. Mi hermanita, fortalecida por el miedo, soltó mi brazo y corrió. Escaló en dos zancadas un viejo sillón que estaba debajo de la ventana, esta se abrió. Yo vi que se abrió, y ella voló. Corrí detrás de ella y trate de detenerla, quise abrazarla para que no sintiera miedo o para compartir el mío con el de ella. Lo único que alcance a agarrar fue el bolerito del final de su vestido que se rasgó y se desprendió dejando en mi mano un listón de seda que todavía conservo.
La casa del señor Vela ahora es un edificio de cinco pisos que da a una avenida doble. Todas las tardes de regreso a casa después del trabajo bajo la velocidad de mi carro para alcanzar a buscar a mis hermanitas en cualquier ventana. Ellas me hacen adiós con la mano y sonríen.