Hay gente que piensa que con los años uno se va haciendo sabio, porque más sabe el diablo por viejo que por diablo. Y que el tiempo lo cura todo, aunque haya males que duren un poco menos de cien años. Y que el tiempo le dará la razón, aunque la ciencia nos ha mostrado lo contrario y a esto lo llama demencia senil. Y que los años no vienen solos: Se van llenando de fantasmas.
Yo tengo un fantasma en cada casa en la que viví. Mis primeros fantasmas son perros: Candelaria, Bernardina, Domingo, Samuel. Quisiera nombrarlos a todos, pero a veces la gente no me cree cuando digo que yo tuve siete perros. Conga: ella mató un gato, y ese también fue fantasma mío por un tiempo.
Crecí en una casa con música. Tengo un fantasma que se llama Miguel Mateos, al que creía encerrado en un casete, y me lo imaginaba como un pequeño hombre miniatura que cantaba dentro de una caja (la grabadora) todos los días las mismas canciones. Miguel fue mi primer amor platónico. El día que vi una foto suya tuve la desilusión más grande del mundo. Era un señor despeinado y como sucio. Y un señor, en todo caso, al que vi por primera vez en un escenario cuando tenía como 20 años. Se presentó en Bogotá en el Festival de Verano, con los Enanitos Verdes, que cantaron “Amigos” mientras un grupo de punkeros, con cresta verde y chalecos con taches, se abrazaba al frente de mí y cantaba que un amigo es una luz brillando en la oscuridad, y yo pensaba qué tierno es ser punkero.
En mi casa usaron el “efecto Rodríguez” para educarnos, mientras en otras familias se ponía de moda el “efecto Mozart”. Así fue como yo a mis 10 años ya me sabía la mitad de la discografía de Silvio, que después se le volvió fantasma a mi mamá. También me sabía casi todas las canciones de Fito Páez, al que le hacía un seguimiento exhaustivo en la prensa (dos noticias por año) para ver si lo convertía en otro amor platónico que me quitara la pena que me había dejado mi desenamoramiento prematuro de Miguel Mateos mientras mis compañeritos del colegio oían canciones en inglés, que yo nunca pude (y no he podido todavía) cantar.
La primera vez que vi a Fito en vivo fue en el Parque Simón Bolívar, en un cierre de Rock al Parque. Fui con mi mamá. Con quién más si no con ella. Llegamos temprano para tener un buen lugar, que para nosotras significaba lejos del pogo, pero con buena vista. Mientras esperábamos a Fito, estuvo Molotov en la tarima cantando Puto, que yo tenía prohibida en mi infancia y, por defecto, también en mi adolescencia. Mi sorpresa fue inmensa cuando vi a mi mamá cantándola como si llevara un lustro practicándola en la ducha. La miré levantando mi ceja derecha y le hice el reclamo. Y ella me dijo: “Tú ya eres grande”. Ese fantasma no se me olvida, porque, aunque se supone que la edad le da a uno criterio, a mí solo me ha traído la calidad de inmadura.
En nuestra discoteca familiar (o sea, donde organizábamos los discos, no las fiestas) había también un CD de Alejandro Sanz que era de mi mamá. Me recuerda una época en la que, al volver del colegio, la encontraba oyéndolo en su taller de cerámica. A veces lo ponemos y yo me sorprendo de saberme las canciones de memoria (y de que el disco no esté rayado). Aunque de otros discos suyos no me sé ninguna canción completa, puedo casi recitar “En la planta de tus pies”. Otro fantasma que vuelve cuando la escucho. Una vez compré un disco de Menudo con canciones que habían sido famosas tres años antes de mi nacimiento. Lo cierto del asunto –lo digo sin vergüenza– es que lo disfruté hasta que se rayó y nunca más volvió a sonar una canción completa. Una navidad me regalaron un CD de Fey, yo tenía como nueve años y ella, una canción sonando en la radio. La única. Adiós Fey.
Tengo el fantasma de estar leyendo una crónica sobre Charly García publicada en la revista Soho que no tiene una sola coma. Es una narración acelerada como él, escrita sin signos de puntación porque Charly era así, sin pausas. Ese fantasma me trae de la Calle 26 con Avenida 68, siempre de noche, a mi casa, por dos años seguidos en los que decidí sobrecargarme de responsabilidades para no tener mucho tiempo disponible para el ocio y el pensamiento. Recuerdo sentirme fuera de mí, viéndome desde algún punto de la atmósfera haciendo mil cosas. Cosas bien hechas, de todas formas, porque el fantasma que nunca me deja tranquila es un perfeccionista. Cuando hago cosas mediocres paso mala noche. Y eso para mí es equivalente a tener un día siguiente inmundo. Así que, anticipándome al resultado, termino haciendo todo bien. Aunque a ojos de otros no lo esté, para mí es suficiente saber que lo hice con esfuerzo, si el resultado no es bueno, es porque no tengo talento para todo, pero al menos sé que lo intenté.
Y esto lo aprendí a los seis años, en el matrimonio de uno de mis tíos. Estaba sentada en una mesa dibujando y un señor vino a decirme que no dejara espacios en blanco en la hoja. Que, si mi miraba más de lejos, profundamente, no iba a encontrar ningún espacio vacío en el espacio, así que no habría razón para que uno dejara un pedazo blanco en la hoja. Así también se ve el tiempo, si uno lo examina en términos de recuerdos se da cuenta de que está lleno de fantasmas. Y uno escarba a ver a quién se encuentra.
Hice una lista en Spotify con canciones que me ayuaron a escribir esto. Aquí les dejo el link, pero no se asusten: hay solo una de Menudo. https://open.spotify.com/user/parnassus20/playlist/6SoClkulPO6LwsSCxuekYw
Usé una fotagrafía que tomé en Cracovia para la imagen que acompaña esta entrada, sin embargo no pude encontrar el nombre del artista.