El juego de la copa

Por Ana María Benavides

I

Los hechos que les narro me ocurrieron siendo una niña estudiante en un colegio de monjas bogotano a la edad de 11 años. El grupo lo conformábamos 5 niñas que nos habíamos encargado de limpiar el salón al terminar las clases. Me parece que era viernes y recuerdo la emoción de niña por no haber llegado a mi casa a pesar de ser las 4 de la tarde. Estábamos en un corredor del quinto piso del edificio nuevo del colegio, compuesto por muchas puertas de salones a ambos lados todas cerradas y que terminaban en las escaleras de subida y bajada la parte más oscura del edificio.

A esa hora de la tarde y después del bullicio de todos los días, todo estaba solo y extrañamente silencioso. Alguna dijo que se podían invocar espíritus de personas muertas a través de una tabla que tenía. Nos encerramos todas en un salón con curiosidad. La que lideraba pidió en voz alta se manifestará algún espíritu y dijera su nombre, sobre la tabla había puesto un triángulo hueco o rueda no recuerdo bien, la utilizó para encerrar las letras sucesivamente mientras las leía en voz alta. Aclaró que el movimiento no era hecho por ella, sino que algo movía su mano. ¿Dónde estaba la monja que nos vigilaba hacia un momento?

Las letras se iluminaron y la superficie de la tabla se transformó como si fuera líquida. Supe que tenía que gritar y me puse histérica. Todas empezamos a gritar, mientras miraba a mí alrededor comprobando que nadie llegaba. Cada vez el salón estaba más oscuro. Corrimos y lloramos al mismo tiempo. Estaba en otro salón, lloraba escondida detrás de la puerta y jadeaba ruidosamente. Decidí que no era suficiente y corrí por las escaleras con la certeza que me salvaba saliendo del edificio.

No sé cuándo bajé las 5 escaleras, volví en mi cuando sentí el calor del sol, ¡No era un día soleado! Pare de llorar, estaba sin las demás y sabía que tenía que irme. Debía esperar a que me recogieran junto a la puerta de salida del convento, con las monjas en actividad frenética después de terminar las clases. Más que una puerta era un recibidor de visitas con pisos impolutos; la dimensión de la esclavitud era más segura que la dimensión de la tabla, imágenes de la Virgen María y un niño Dios Gigante con el mundo en su mano que parecía ser el juguete preferido de un bebé, de pie mirándome desde lo alto de su pedestal con una túnica rosada, al tiempo que me ofrecía su juguete. Que juego macabro la experiencia y esta imagen.

Llegué a mi casa con la sensación de haber sido separada del mundo, sin familia y sin protección posible contra una maldad latente que se deja encontrar. Me dije que nunca más y la niña que lo propuso para mí dejo de existir.

II

Es el mes de octubre; he notado por partes que la ciudad está adornada con brujas y bobadas de mal gusto de Halloween. Muy temprano en la mañana inicio mi recorrido por la ciudad de manera automática. Voy al centro a revisar varios procesos. Llego a tomarme un café como parte de mi ritual de trabajo en los juzgados. Previamente hago la fila en la caja y después del pedido pregunto por el baño para hacer la parada de rigor. Me dicen que está arriba, me encuentro con un sitio amplio pienso que cabe una familia entera. Me parece ver en la superficie de la taza unos ojos no humanos, como manchas que me miran. Me quedo observando para asegurarme pero prefiero lavarme las manos y no ponerle atención al asunto, las seco desprevenida, intento abrir la puerta pero no abre. Intento nuevamente. Nada. La taza me arrastra hacia ella sin que pueda resistirme, pasa más rápido de lo que logro ser consciente. La misma fuerza baja con violencia la tapa y me sienta. Trato de pararme y me eleva al techo al tiempo que la tapa se levanta y algo me voltea de cabeza, metiéndome con fuerza en la taza. Me ahogo, trato de gritar, sé que es el fin. El peor. Tomo agua y siento asco, terror por lo que me está pasando. Soy elevada nuevamente y llevada de una esquina a otra del baño, sacudida con violencia, grito, grito más durante una eternidad a medida que las sacudidas se multiplican y subo y bajo. Afuera alguien toca la puerta y dice algo. De pronto se abre y estoy parada frente a dos mujeres que me miran con asombro, juzgando mis gritos y el hecho de estar mojada. Lo único que puedo hacer es caminar y salir del baño mientras tiemblo y trato de entender que lo que me pasó en realidad sucedió.

III

Salgo del café y cruzo la calle. A mi lado en el separador de los carriles hay una señora que me habla y me dice que siente pena que los demás noten su guante roto en uno de los dedos. La miro y veo que efectivamente una de sus falanges sale de un hueco que hay en la lana negra. Señala haberlos comprado por sugerencia de su hijo. Estoy preocupada por lo que me ocurrió en el baño, cruzo la calle tratando de adelantarla. En el carril de arriba un carro pequeño y un bus del SITP se han estrellado.

La señora me alcanza y tengo una visión. La veo en su ataúd dos años después, muerta, con los ojos cerrados. Por una crueldad del destino y de su hijo tiene puestos los guantes negros de lana rotos en uno de sus dedos. El dedo baila localmente como un gusano que rasca el aire. Quiero alejarme otra vez, pero su mano enguantada me agarra fuerte y me obliga a mirarla nuevamente. Al hacerlo veo que de la manga de su chaqueta, la otra mano es en realidad un hueso o parte de esqueleto con las falanges expuestas. Pienso con horror que esa mano necesita el guante más que la otra, que debe haber una explicación para mis alucinaciones y que el proceso de confesión antes realizado, cuando se me aparecía durante varias noches un torso oscuro sentado en el lado derecho de mi cama, no ha servido para exorcizar mis demonios. Ella me sonríe con placer al ver el miedo en mis ojos. Su cara se desase en girones sanguinolentos de carne, uno de sus ojos cae sobre mi zapato, me sorprende su peso, al tiempo me encuentro de frente con la mirada vacía de un esqueleto que todavía conserva algunos mechones de pelo.

Antes de que pudiera gritar la mujer del carro se ha bajado y su chaqueta larga y roja gotea sangre. El motociclista sigue tomando fotos y no parece percatarse de la sangre. Ayúdenme grita tambaleándose mientras estira sus brazos y manos para alcanzarlo. Quiero mi bus pensé ¿por qué no pasa? La mujer del abrigo rojo me mira con ojos enloquecidos, abre la boca sin emitir palabras solo sonidos violentos. Quiere comerme estoy segura. Si hubiera hecho dieta este año, probablemente me iría mejor. Buscaría igual mi sangre, mis músculos y cartílagos. Siento un frío que me congelo.

-Señora, señora -oigo una voz que me habla. El señor del seguro se me acerca y me dice disgustado como calmando a una loca, ¿está bien? La mujer esqueleto ya no está, la mujer de la chaqueta roja me mira mal por interrumpir la diligencia del choque. “Igual no hay policías”, pensé. “Esto no evoluciona sin los comandantes de la calle”.

-Si te molesta puedo balbucir groserías -le digo mientras me voy.

IV

Llego a la carrera 10 y me encuentro con un grupo de empleados hombres y mujeres que trabajan en los juzgados; salen de repente de un edificio y caminan juntos, recorriendo la carrera 10, desierta a plena luz del día. Observo que solo ellos y yo estamos caminando, no hay carros, no hay personas. Reina el silencio. Caras serias de mirada dura, a algunos los he visto del otro lado de los despachos judiciales; afuera no hay hacia mí ningún gesto de reconocimiento. Me estremezco al sentir su crueldad como si estuvieran hechos solo de eso. Una única característica. Compruebo extrañada que todas las mujeres del grupo tienen cabellos largos y muestran sus piernas a través de minifaldas excesivamente cortas, pobre humanidad ¿quién querrá ver eso? Están disfrazadas de brujas sexis e inofensivas, extraviadas en una oficina pública con sus disfraces de Halloween que las muestran más que sus vestidos de diario. Ellos también resultan incongruentes, tienen disfraces de futbolistas, pica-piedras y superhéroes que desentonan, su caminar rápido sin salirse del grupo me produce escalofríos. Sé que se están preparando para su conversión definitiva y que se exhiben como parte de un ritual que iniciaron desde el amanecer, incubando en la espera la agresión. Nos vimos al mismo tiempo, en sus caras no se movió un musculo y sus ojos vacíos me indican que debo esconderme, ¿dónde? Pensé que los sucesos extraños habían terminado para mí el día de hoy, ahora sé que son solo el comienzo de una fuerza inhumana que me acecha, que tendré que enfrentar y no sé cómo.

*Imagen tomada de google «imágenes gratuitas del juego de la copa».

 

2 comentarios en “El juego de la copa

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