Recuerdos irrelevantes del cine

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Por Juan Pablo Garzón

Fotograma de Cinema Paradiso

“Ningún arte traspasa nuestra conciencia como el cine; sólo el cine toca directamente nuestros sentimientos hasta llegar a los oscuros recintos de nuestra alma”

 Ingmar Bergman

Borges aseguraba que en realidad él era todos los autores que había leído, toda la gente que había conocido, todas las mujeres que había amado, todas las ciudades que había visitado, todos sus antepasados. Coincido con él y creo que tenía absoluta razón. Sólo le agregaría que también somos todas las películas que hemos repetido una y otra vez.  

Cuando el primer encuentro de uno con el cine se da para ver una película como El Niño y el Toro, ya de entrada se da por sentado que el camino va a ser muy particular. Todo podría haber desencadenado en una relación de desventura y animadversión. Sin embargo, quiso la providencia que no fuera así. Desconozco los motivos que impulsaron a mi madre y mi abuela a llevarme al Teatro Teusaquillo para ver esa cinta. Supongo que fue el hecho de ver mi cara de encierro y aburrimiento en ese lluvioso sábado bogotano. También quizás por tratarse de un plan sin mayores requisitos logísticos, a pocos pasos de la casa de mis nonos. Una forma de entretener al párvulo antes de la consabida misa de 6 de la tarde. Ahí estaba yo, un niño de seis o siete años, sosteniendo una bolsa blanca de crispetas hirviendo. Recuerdo aquella emoción que ni la tiesa silla color naranja pudo opacar. Al frente, una enorme y percudida cortina gris que se abrió luego de largos minutos de espera, para dar la entrada a las primeras imágenes en la pantalla grande.   

La curiosa historia de aquel niño que tiene como mascota a un toro de lidia me mantuvo entretenido por un buen tiempo. En medio de la oscuridad mi abuela me embutía trozos de chocolatina Jet y todo fluía de maravilla. Justo cuando el protagonista corría hacia la plaza de toros para evitar un triste desenlace, la proyección se detuvo. Los chiflidos imperaban y la molestia del público se hizo sentir. No hubo nada qué hacer: algún problema técnico se presentó sin solución a la vista. Según me explicaría mi madre, algo falló con el carrete. Me quedé sin conocer el final de la historia. Abandonamos el teatro entre bravuconadas colectivas, reencontrándonos con la luz del día. 

Con los años fui superando aquella accidentada primera vez. Cada vez se hicieron más frecuentes mis visitas a las salas de cine. Me fascinó la experiencia. Involuntariamente empecé a guardar en mi memoria pasajes de películas buenas y de otras no tanto. Se trata en realidad de imágenes y situaciones sin ninguna relevancia, que vienen y van caprichosamente dentro de mi realidad cotidiana.  

Es así como de niño grabé en mi memoria al hombre de acero convertido en un patán de siete suelas, bajo los efectos de un trozo de kryptonita en Superman III. O al maquilladísimo monje shaolin de cejas blancas y largas como invertidos bigotes dalinianos, que se enfrenta en simultánea a varios ninjas que con fingidos movimientos caen abatidos, en el filme Shaolin vs Ninja. También grabé a Xi en taparrabo pidiéndole a un orangután que le devolviera una botella de Coca-Cola, para luego deshacerse de ella, en Los dioses deben estar locos. Y, por supuesto, al garçon del pis cargando su fragante balde, en La Loca Historia del Mundo, de Mel Brooks.  

Ya un poco más grande, seguí acumulando información audiovisual gracias al cine y a la apertura de un local de alquiler de películas cerca de mi casa. En la puerta, un flamante y ensangrentado póster de Holocausto caníbal, la polémica coproducción colombo italiana que hasta empalamientos incluía. En la ventana principal, el cartel con un joven Indiana Jones empuñando un látigo en Cazadores del Arca Perdida y, a su lado, el afiche con un soldado arrodillado con los brazos en alto, bajo el título Platoon, de Oliver Stone.  Ese se convertiría en el lugar donde tuve acceso al repertorio ochentero permitido para mi edad: E.T., Los Goonies, Karate Kid, Volver al Futuro y hasta la flojísima Mi Amigo Mac. Todo un coctel de producciones que acompañaba con Castalia y Snacky´s de queso.  

La afición no era sólo mía. Cuando las ganas de quedarse en casa eran el común denominador, mi familia giraba en torno al Betamax. Vimos decenas de películas. En mi mente ronda Charles Bronson en el Vengador Anónimo, con su particular mostacho acribillando a cuanto rufián se le atravesara en las calles de Nueva York. También recuerdo a mi papá reventado de la risa observando a Peter Sellers mientras pierde su zapato en el agua que circula por la sala, en La Fiesta Inolvidable.  Sé que donde esté, él sigue afirmando que es la película más graciosa de la historia. Evoco a mi mamá lagrimeando desconsolada cuando Dustin Hoffman es abandonado por su esposa y debe hacerse cargo en solitario de su pequeño hijo de seis años, en Kramer vs Kramer. Y también rememoro que con mi hermano terminamos batiéndonos a golpes de almohada luego de haber visto a Bruce Lee en Operación Dragón. Narices sangrando y aplicación de hielo por parte de nuestra progenitora luego de la contienda.

Ya en tiempos donde las hormonas ebullían sin contención, recuerdo que con mis amigos de la época nos aventuramos a ver otro tipo de producciones. Entre ellas, la inigualable Zapped! donde un estudiante nerd logra adquirir poderes de telekinesis gracias a un experimento de laboratorio. Ahí confirmamos nuestro enamoramiento por Heather Thomas la protagonista de Profesión Peligro, que para este filme se enfundó en un diminuto vestido de porras. Atónitos masticábamos Bubblicious de patilla con la quijada en el piso tratando de entender lo que pasaba. Ni qué decir el impacto que nos causó cuando vimos que una acalorada Elisabeth Shue decide despojarse de su vestido de baño en la película Cocktail, luego de un prolongado besuqueo con Tom Cruise bajo una cascada.  

En otro cajón de mi memoria, cerca de donde yacen La venganza de los nerds, ¿Dónde está el policía?, ¿Dónde está el piloto?, Top secret, con su particular vaca y Hot shots, y en diagonal a donde reposan la trenza de Tong Po, Rambo, Fuerza Delta y Prisioneros de Guerra con Chuck Norris mordiendo una rata, se encuentra toda la saga de James Bond, el agente 007 desde los inicios con Sean Connery.  La imagen del villano “Mandíbulas” mordiendo los cables del teleférico del Pan de Azúcar sigue rondando en mi cabeza. Ese gigante me hacía evocar a “Pulgarcito” González, el pugilista colombiano campeón de los pesos superpesados que terminó sus días trabajando en el sector de la construcción en Arauca. Cuántas noches soñé con manejar el Lotus Esprit de La espía que me amó en algún paraje submarino. Años después seguiría cultivando mi gusto por el personaje, llegando al punto de volarme de la oficina para ver alguna premier en la época reciente de Daniel Craig.

Recuerdo que, en mi periodo más mamerto y curioso, frecuenté El Cine Club El Muro, Magitinto, Black María, Odeón, Cine Bar Lumiere y la Antigua Calle del Agrado. A las bostezonas pero muy generosas acompañantes que estuvieron a mi lado, les guardo una enorme gratitud. Alguna de ellas, llevada al límite del hastío y la exasperación, se atrevió a encararme y preguntarme por qué veíamos Los Amantes del círculo polar, El olor de la papaya verde, La noche de los lápices o Peperina…: «¿No puedes ver nada que tenga un título normal?». Aún hoy me sigo haciendo la misma pregunta. 

En todo caso, creo que hay cosas difíciles de cambiar, que hacen parte de mi ADN. Por eso, continúo alimentando mi particular vínculo con el séptimo arte. Disfruto la forma en que me ha permeado a lo largo de los años. Gran parte de lo que soy, lo he visto reflejado ahí. De él aprendo siempre. Ejemplo de ello es la trilogía de Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes de medianoche, de Richard Linklater. Para mí es la mejor radiografía de las relaciones de pareja que se ha logrado plasmar en el cine. De la mano de Celine y Jesse he corroborado cómo mutan las relaciones con el paso del tiempo, he vivido en carne propia muchas de las situaciones, con la gran diferencia que yo vengo siendo un Ethan Hawke del altiplano.

Acudo con regularidad a repasar Cinema Paradiso, una de mis joyas preferidas. Su banda sonora es un bálsamo para el alma. La escena en que Alfredo le pide a Totó que los olvide a todos y que no caiga jamás en la nostalgia, me caló como si me la hubiera dicho a mí en un momento crucial de mi vida. No sé por qué, pero a veces, sin explicación alguna, me conecto con las emociones que me generó Majid Majidi en Los niños del cielo y El color del paraíso y llegan las imágenes a mi mente. También puedo escuchar en mi cabeza a Farinelli entonando Lascia ch’io pianga y ver las lágrimas de mi papá al escucharla. En otros aspectos más mundanos, bajo los efectos del alcohol, a veces me da por hablar como Tony Montana en Scarface, cuando aseguraba “Los ojos, chico, nunca mienten”.

Ahora, como diría Neruda, “perdonadme, señores que interrumpa este cuento que les estoy contando”, pero Netflix ha colgado varias de las películas de Pedro Almodóvar desde este mes y me dispongo a repasarlas. Me muero por volver a ver a Chus Lampreave en el papel de la inolvidable Sor Rata de Callejón. Abur, señoras y señores, y hasta otra vista.

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2 respuestas a “Recuerdos irrelevantes del cine”

  1. Me encanta lo que escriben, y siempre los leo. En esta ocasión, pude leer la entrada en mi correo, pero cuando le di clic para ir al blog me dice que la página no existe. Saludos, MP.

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    • Hola María! Qué alegría saber que nos lees y te gusta lo que publicamos!! Tienes razón: cometimos un error al momento de publicar el post. Ya está corregido y el link funcionando. Esperamos que sigas al tanto de lo que hacemos y, por qué no, que te animes a publicar con nosotros alguna historia. Saludos!

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