En el viaje hacia el interior que me regaló la pandemia, he encontrado tesoros y recuerdos muy felices. Uno de ellos ha sido el recuerdo de mis maestros. Con ellos me topé por gracia. Son personas que se dedican a instruir jóvenes desconocidos. Con la paciencia y habilidad de un cirujano, van quitando las cataratas de la ignorancia. Con su ejemplo de vida, suscitan más fe que todos los evangelios. Me inyectaron el germen de la duda permanente con pasión y ahínco. Me iniciaron en el oficio del derecho y el amor a la justicia. 

Cada una de sus lecciones fue oro puro, ya que, además de afianzar mi agencia y compartir sus conocimientos, me dejaron generosamente un pedazo de sí mismos, porción que llevo con agradecimiento y orgullo dentro de mí por todos mis caminos.

Parada firmemente sobre sus hombros, miro al horizonte, sabiendo que disfrutar de visión no es menos que un milagro construido colectivamente por todos mis maestros de la vida. Ancestros, padres, hijos y queridos profesores a quienes me dedico a honrar con cada una de mis acciones.

He querido agradecerles con palabras, que en ocasiones se han quedado sin decir para siempre a causa de oportunidades arrebatadas por la muerte, o simplemente por no haberme dado cuenta en su momento de cuán grande era la experiencia que estaba viviendo. El ser que recuerda es definitivamente diferente del ser que experimenta. 

Agradezco también a la providencia, por poner estas personas en mi destino, por darles carisma, profundidad y humildad, y por adornarlos además con elocuencia y facilidad de conocer el mundo complejo con un halo de sabiduría que crece cada día más. Bendigo su vida y su memoria cuando puedo apreciar la belleza del mundo de la forma en que lo puedo percibir. Cada vez que alcanzo una cima pienso en ellos, y los recuerdo por su nombre, sus actos y sus frutos.

Imagen destacada de Giani Pralea en Pixabay.