Las noches en el campamento son eternas. La mente y el cuerpo se resisten a la quietud que obliga la llegada temprana de la noche y el descenso de las estrellas sobre la manigua infinita. Se paralizan de miedo y calor en un espasmo prolongado que obliga a la mirada a ver en la negritud que se extiende más allá del toldillo, a todas las fieras y las bestias que están preparando su ataque contra las carnes magulladas, insípidas y llenas de puntos rojos que evidencian la avanzada de la infantería amazónica.
Allí permanezco cada una de las vigilias de este viaje que parece interminable, aterrorizada, acongojada, pero, sobre todo, profundamente avergonzada. Hay otros que pasan la noche tomando y fumando alrededor de la fogata. Para ellos nada ha cambiado, es un paseo más. Pero yo no puedo unírmeles. Me siento impertinente y ridícula haciéndome pasar por una exploradora desprevenida que está a gusto en el medio de la nada, tanto como me siento inoportuna y patética al creer que mi silencio nocturno compensa en alguna medida mi atrevimiento y mi morbo por la selva.
Si, así me siento. Como si mi mano, que ahora se aferra a la hamaca húmeda, fuera la mano callosa de un cuarentón desalmado que con sigilo y malicia se desliza por las tiernas piernas de una niña de 10 años que lo mira impávida con sus ojos negros. Siento que cada paso que doy en los senderos demarcados, heridas abiertas que han hecho con sus pasos otros como yo, son un avance más determinado hacia las entrañas de esa niña que no habla, ni llora, ni se queja. Y sin embargo, cada día, las falanges de uñas negras suben otro centímetro y otro y otro más, con cada excursión, con cada baile forzado que presencio, con cada mico que acaricio.
El cuarto día, dos miembros del grupo nos comunicaron al resto, a reventar de anticipación, que uno de los guías les había dicho que sabía preparar yajé y que por una suma moderada, quienes quisieran podían participar de una auténtica ceremonia con cantos y tambores incluidos. Todos dijeron que sí, incluida yo y con ello, desaté el delicado taparrabo de fique trenzado de la niña, alistándome así para consumar mi pecado.
En mi mentalidad de violadora pensé que la experiencia nos redimiría a mí y a ella, que nos acercaría y entraría a aflojar las resistencias, que si yo me permitía gozar de la misma, ella me acogería también con gusto, me abrazaría y con sus piernas abiertas me rodearía complacida por mi decisión y mi valentía de hacerla mía. Y, así, sin más, pagué 100 mil pesos por mi indulgencia y en una totuma corroída por la lluvia y la saliva, me tomé la sangre que goteaba del árbol sagrado que tenía debajo de su ombligo.
Vi llegar a Alcibíades con tres litros de bebida oscura contenidos en botellas de gaseosa y en mi mente obnubilada por el deseo, me dije que los chamanes modernos tenían derecho a tener celulares, a decir groserías y a trabajar con agencias de viaje. Al fin y al cabo, pensé, el jaguar y la anaconda no se les revelan en los pasillos del aeropuerto de Leticia o de Puerto Asís, sino en el plano astral de los hermanos mayores, y con ello, me obligué a disipar mi aprensión inicial al remedo ceremonial que dispusieron para nosotros.
El líquido amargo descendió por mi garganta con la misma dificultad que la Emulsión de Scott lo hacía cuando mi mamá me obligaba a tomar cuando era pequeña para que creciera sana y fuerte. Pero ahora, no había aditivos a cereza que pretendieran ocultar el gusto amargo de la medicina, solo el flujo acre y el inmediato reflejo de querer vomitarlo todo y a todos, y que, una vez contenido, me obligó a acostarme sobre el suelo de tierra y retorcerme de dolor y angustia.
Muchos gritaron, otros lloraron, otros no tuvieron reacción alguna y pedían más y más para poder alcanzar a los primeros en sus delirios y sus pesadillas; otros, como yo, se sumergieron en una profunda agonía silenciosa arrullada por un tatareo perezoso emitido por alguien en el inicio de los tiempos.
Esto no es para mí, me repetía en medio de mis ires y venires entre los mundos. Esto no es para mí, sabiendo que había forzado una correspondencia con lo Divino que, en su magnífica generosidad, me daba palmaditas en la espalda dándome la razón. Esto no es para mí, lo compré, lo forcé. La consciencia de saberme una intrusa en ese universo de sombras en el cual deambulaba mi cordura, fue la más cruel de las torturas, porqué supe que había convocado a todos mis miedos y todos mis demonios para que se deleitaran con mis despojos esa noche de luna llena.
El sonido del tambor se fundió con el de un corazón palpitante que se abrió paso frente a mí desde el pecho desgarrado de un ente negruzco que reconocí como a mi abuelo. Aterrorizada grite hacia mis adentros: ¡no, por favor! ¡Mis muertos no! ¡Que no vengan, Dios mío te lo pido! El dolor de pensar en su cercanía y en su próxima y renovada ausencia se volvió insoportable y con ello repetía: ¡no! ¡No los quiero ver! ¡Ya se fueron! ¡Ya no están!
Mi ruego cobarde pareció alentar aún más la apertura de la cavidad inconmensurable que albergaba el corazón de mi abuelo que, animado por mi pataleta, se reía a carcajadas logrando que, en cada apertura de su boca descomunal, yo fuera engullida por esas fauces desdentadas e inmediatamente después fuera escupida a través de su pecho, arrojándome a una velocidad inimaginable a un suelo cambiante, que unas veces fue de tierra pisada y otras de copos de nieve.
Tirada allí, en un segundo que se extendió por mi piel en forma de bejucos retorcidos de flores amarillas y moradas, vi desvanecer al abuelo en su última risotada que fue el origen y el fin de todas las existencias. Fue ahí, en ese big bang que dio inicio al tiempo y al espacio que vi en mis manos un corazón renegrido pero aún palpitante que devoré a mordiscos entre lágrimas de gozo y arrepentimiento. Y así transcurrió la noche, entre Ave Marías, Padrenuestros y Ángeles de la guarda, escuchados por monos aulladores e indígenas invisibles que, resguardados en la negritud de la selva, sonrieron compasivos celebrando mi pronta partida.