Fronteras ambiguas

Por Astrid Cañas.

Para Juan Camilo Peña Pulido.

El trip empezó saliendo de Vilnius, en Lituania, en donde luego de dos largas semanas de trabajo terminábamos con varias noches de sueño acumuladas a punta de copas y salidas con esos entrañables amigos hechos al calor del caos institucional.

Este viaje estuvo precedido de dos episodios sin cuya narración cualquier cosa que se diga sobre Moscú resultaría superficial.  Va el primero: Lituania, viejo territorio geoestratégico en esta zona del mundo atravesada por poderes destructivos inimaginables, ha sido tierra arrasada durante siglos, en particular, los efectos del expansionismo soviético dejaron marcas inconmesurables en el alma de este pueblo. Un pueblo que súbitamente se convirtió en algo tangible para nosotros desde que estrechamos compinchería con el equipo de trabajo de Vilnius. Tarde libre, paseo guiado, caminata por el magnífico centro histórico de Vilnius y fuimos a dar al obligadísimo museo de la KGB.

Los muros externos de los edificios aledaños ya anuncian esa familiar sensación de universalidad que el dolor masivo provoca en quienes venimos de una América Latina cubierta por el manto de la impunidad frente al asesinato y la desaparición masiva. Una sensación de desasosiego pragmático. Un museo performateado sobre el viejo edificio, por cuyos recovecos la paranoia y el miedo invaden el pesado aire acompañado de la parafernalia de esa tecnología políticamente correcta de la «memoria» oficial.

Miles de muertos y desaparecidos fueron la consecuencia de la avanzada alemana sobre este territorio durante la segunda guerra mundial y la posterior ocupación soviética. Imágenes desagradablemente cercanas: pequeñas celdas húmedas, varias salas de tortura, enclaustramiento en medio de condiciones climáticas abrumadoras durante largos periodos del año. Horror. Miedo.  Es difícil atravesar esa puerta principal sin pensar en cuántos seres humanos entraron allí para no salir nunca más y hasta el día d hoy ser buscados por sus familiares. Rostros, documentos de identidad, fragmentos de la vida de un pueblo cuyo lenguaje es tan extraño como su condición de frontera ambigua entre la gran Europa liberal demócrata en decadencia y el siempre temible Este, cuya latente amenaza sigue haciendo tronar las sirenas en Estocolmo como advertencia ante una eventual invasión.

Y el segundo episodio: días atrás nuestro amigo y colega de la oficina de Vilnius nos había preguntado por nuestro destino luego de Vilnius. Cuando le contamos que íbamos para Rusia su respuesta nos hizo notar el abismo enorme entre nuestra idealizada construcción mental sobre la existencia de la U.R.S.S. y la terrible realidad de un expansionismo implacable sobre todos los países del área y especialmente sobre Ucrania. Casi imposible explicar ese latinoamericanismo de izquierda que tendió hacia la idealización de un comunismo que llevó humanos y animales a la luna y a los gringos a la demencia paranoide criminal de la Guerra Fría con todos sus artefactos militares y doctrinarios y un despliegue irresistible de apoyo a los procesos revolucionarios, que finalmente se constituyeron innegablemente en poder popular frente a los vestigios coloniales nacionalistas en diversas latitudes.

Dicho lo anterior, San Petersburgo primero con escala en Letonia y Moscú al final. La lectura romántica de los textos de Marshal Berman en la cabeza.   Todo lo sólido se desvanece en el aire, dijo Marx y retomó el sociólogo. La oposición cultural y arquitectónica entre una San Petersburgo hecha a la imagen y semejanza de las pretensiones modernizantes de un monarca atorado entre dos épocas, parado sobre la frontera de dos mundos recalcitrantes. Y el peso profundo de una Moscú rural y anquilosada en los ritmos e imágenes de un campo sempiterno, inmenso. La primera impresión es la de haber llegado a una tierra de gigantes. De acuerdo con lo prometido por Berman, la enormidad es abrumadora, son los edificios y las calles y posteriormente los monumentos y palacios que no caben en la mirada. Los canales que dominaron finalmente al amenazante Báltico y los recuerdos de una era de auge y decadencia estruendosa del poderío monárquico.

En San Petersburgo es rico comer. Y eso ya va haciendo presentir una empatía que el norte de Europa no facilita, aquella que viene dada por el hecho de una ruralidad sociológica mucho más cercana. La sopa te lo dice. La grasita en la comida. Algo en todo te lo hace ver. Por aquí no todo ha sido funcionalizado por completo. Los rostros duros de los hombres, de piedra, de hielo, facciones implacables, el vodka al desayuno, pasteles dulces y salados de salmón exquisitamente contaminado de mercurio porque el Báltico no parece ser un mar muy fiable. Tres días con la boca abierta ante la primera impresión de un país difícilmente reducible a una sola cultura y jodido de abordar para luego tomar un tren, adivinando un poco cuál y a qué hora, con rumbo a la capital de la actual Federación Rusa.

Trayecto monótono y emocionante. Algunos lagos antes de llegar entre nubes grises y doradas, hasta que una hilera de enormes edificios multifamiliares, cientos de «Centro Nariños», anuncian la llegada a Moscú. Estación central, miles y miles de personas caminando a toda y el inicio de un trayecto congestionado a través de una ciudad más que grande, monumental. Mi primera vez en hostal de baño compartido, estoicismo de mala turista, ansiedad, salida a buscar alimentos, caminata, monumento a Marx, caminata y de un momento a otro mi buena compañía de viaje me agarra, me sacude, me mira a los ojos, y ahí estaba la entrada a la Plaza Roja entre edificios grandiosos, como de película.

La visión de la iglesia de San Basilio simplemente quita el aliento y llena por completo los sentidos de color (pude comprobar al fin que no era de chocolate como lo creía a los 6 años). El viento helado no evita que caminemos emocionados tomando fotos por todos lados. Ahí donde pocos llegan, el portentoso y teatral mausoleo de Lenin y las tumbas de unos cuentos líderes del abolido y vetusto régimen soviético incluyendo al ingratamente recordado Stalin. El Kremlin rodeado de una enorme muralla roja en medio de un contexto más bien exuberante de lujo, vehículos de alta gama circulando y cientos de turistas chinos tomando fotos.

Moscú no tiene rincón malo y encima está lleno de referencias musicales a grandes compositores contemporáneos. Las estaciones de trenes absolutamente generosas en decoración alusiva al régimen soviético, cada una más repleta de detalles en granito, piedra y mosaico, imágenes de campesinos, hombres y mujeres trabajadores arando la tierra y cultivando espigas de trigo, deportistas orgullo del régimen, astronautas, museos dotados de espacios indescriptibles y colecciones de arte y arqueológicas de las guerras, cementerios de esculturas comunistas en tardes grises y lluviosas.  Memorables iconos de la propaganda soviética, la pinche momia teatral de Lenin puesta allí para remover todo lo que de humano pueda tener un muerto, falsa vida eterna en carne muerta y amarillenta, el arte de las iglesias coptas repletas de colores provocadores, monumentos y más monumentos de tamaños inconmesurables, hombres y mujeres de una belleza insolente y dura, gigantes, empacados perfectamente entre sus abrigos de cortes perfectos, rasgos de todo tipo de origen, colores de otras eras, todos los grises posibles, rincones oscuros, grafías indescifrables, la perra Laika disecada, y los trajes de Yuri Gagarin, todos los Sputnik, miles de estatuas de Lenin y las estrellas comunistas por todos lados, google maps bendito entre los recursos posibles, lindos desayunos, la mejor de las compañías…

Rendirse ante Moscú es tan necesario como rendirse ante la mano impetuosa de quien te lleva arrastrada, presa de la ciega convicción de querer verlo todo… de querer comerse el mundo justo cuando tú empiezas en la vida a querer detenerte para respirar el segundo de vida que se abre y se cierra, como un respiro sin mente, flexible y lento, pausado, rítmico, sin afanes. Una noche me volé. Caminé. Me helé en las calles repletas de cantantes ambulantes, violines, percusiones improvisadas, el inicio de las luces de la navidad, niños bailando, gente aplaudiendo, canciones famosas y otras anónimas, algunas en ruso, magnífico, sensual idioma que, como todos los que logré percibir de Lituania para allá, desarman los gélidos lenguajes de ese norte desabrido del Báltico europeo, esas erres y esas letras deliciosas repletas de sonidos arrastrados y bruscos, indómitos, ilegibles, la familiaridad de un mundo cocido en varios hervores, desconfiado, herido tantas veces de tantas formas que ya no hay sangre en las venas sino apenas la necesaria para hacerle honores a un cuadrilátero improvisado.

Como los buenos paseos de la vida nadie quiere que se acabe, y a la vez se sabe que toda belleza generalmente brota en medio de la muerte y la crueldad, de los sueños políticos imposibles y las ansias infinitas de poder. Allí donde sonreímos a las buenas, a muchos les borraron la sonrisa a las malas. Nos fuimos una mañana helada, de vuelta a casa vía Finlandia, extenuados, ojerosos, piernas hinchadas, sin haber digerido tanta belleza malvada, contradictoria, incuestionable. Yo, lo que es yo, me rindo. Spasiva Moscú.

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