Isabel Allende, un monje budista tailandés llamado Phra Pasura Dantanamo y U2 me salvaron la vida. Si, así es. He estado a punto de morir muchas veces.
Me he perdido en lo más profundo de mí, en la oscuridad de mis pensamientos, mis vicios y mis miedos y, en esa perdición por poco he dejado de vivir. Porque esa es la muerte de mis ideas, la renuncia a la vida, no el advenimiento de un evento biológico. Aunque hoy pienso que fácilmente la renuncia al deseo por el mundo, puede fundir corazón, pulmones y cerebro por igual. Eso pasa, podría haberme pasado a mí, pero fui rescatada cada vez. Déjenme contarles.
¿Han tenido un desamor? ¿Una tusa? ¿De esas tusas terribles, agobiantes, embrutecedoras? Yo sí. Fue espeluznante. A él lo amé desde el primer momento en que lo vi. Cuando entró al salón para dictar la clase de diseño básico, supe que mi vida había cambiado y que él era el responsable. Lo supe poseedor de todas las cualidades que desde siempre había escrito en mi lista y de hecho, incluso hoy, estoy convencida de que le ha sumado por lo menos dos páginas más a espacio sencillo y tamaño 10. Fue un amor increíble que yo decidí terminar.
Los primeros meses, el esfuerzo de autoconvencimiento de que había hecho lo correcto fue tan brutal que dejé de dormir. El sueño abandonó mi vida y solo quedó una especie de eterno atardecer, siempre melancólico y sin luz definida. Me acostaba siempre esperanzada en que el agobio físico iba a lograr vencer el desasosiego del alma, pero tal victoria nunca llegó. De la cama, a la sala, de la sala a la terraza, cigarrillo, agua, baño y cama otra vez. Televisión, internet, televisión, on y off mil veces por noche. Nada. Nada de nada. Así, por meses. Y ahí apareció Isabel.
De la mano de una amiga llegó el libro “La suma de los días” y la amé, así como a él, desde el primer segundo. La leí sin descanso. ¡Qué hembrononón, por Dios! Al saber su historia, al intuir que como ella y las protagonistas de sus relatos, debía amar mil veces, renunciar, gritar de dolor, reponerme, pintarme los labios y amar otra vez, encontré una especie de tina enorme con agua caliente, aceite esencial de lavanda y verbena en el cual remojar mi dolor.
Isabel estuvo conmigo varios meses, hasta casi agotar la colección personal de mi amiga Martha, quien generosamente me prestó todos sus libros. Todas las noches, ella y yo. De su mano, me dejé llevar de Chile a la República Democrática del Congo, imaginando escenas de la Dictadura y de la fiebre del oro, en un delirio sanador que evitó que me perdiera en el abismo insondable de la autorecriminación. Con ella mi mente se supo a salvo, así, aunque mi cuerpo no tuviera el descanso del sueño, pude al menos subsistir.
Un domingo a las 7:00 a.m., después de otra noche en vela, terminé uno de los libros. Al cerrarlo me inundó esa sensación ya conocida de tristeza que siempre tengo cuando debo dejar una historia en la cual he vivido por días. Puse el libro sobre la mesa de noche y decidí ir a la panadería más cercana a comprar el desayuno. Era un día lluvioso. Toda Bogotá parecía dormir mientras mi angustia y yo caminábamos por la carrera séptima.
Recuerdo bien que ese día me pareció que todos los madrugadores de la ciclovía habían conspirado contra mí para quedarse en sus casas, para que se recreara ante mis ojos una especie de ciudad fantasma. Los detesté con todas mis tripas. No había nadie ante quien fingir y, como nunca lo lloré. Lo lloré con todas mis lágrimas.
Esa noche le escribí a Isabel, sabiéndome sanada por ella y sus ungüentos literarios. Me derramé en prosa, le conté todo y le dije que me había salvado la vida. Isabel me respondió. Sí, fue ella. No me interesan las teorías de la conspiración que hablan de una asistente tontarrona que responde todos sus correos. No. Fue Isabel. Y me dio las gracias ella también. Esa noche, pude dormir otra vez. Y la amé, aún más. A ella y a él también.
En thai a los monjes budistas se les llama Luang Phi, que significa gran hermano. Luang Phi Passura también me salvó la vida. Fue algunos años antes de la debacle amorosa de los párrafos pasados pero el elemento crisis estaba igualmente presente. En ese momento, ahora que lo analizo, la crisis adoptó su peor forma, la de la quietud, la del asentamiento maldito de los sentidos y la curiosidad.
Mi vida se había normalizado. Nada malo pero tampoco nada extraordinario, todo normal, aterrador. Pienso que la normalidad es terrible porque se fundamenta en la conformidad, la mediocridad y el aburrimiento. Es como una bruma densa que va cubriéndolo todo y con su humedad va oxidando las ganas, la capacidad de imponerse desafíos intelectuales, físicos y espirituales, todo se empegota de un contentillo superfluo disfrazado de casa, trabajo y pareja. Eso para mí no es suficiente. Sabía que necesitaba algo más, algo que me sacudiera duro, que me pusiera a pensar en cosas importantes, y que me conectara con algo, así que me puse manos a la obra.
Casi tres meses de trabajo en la aplicación para una beca. Destino: Tailandia, objetivo: aprender a meditar. Y sí, señores y señoras, ¡me la gané! Y me fui. Luego de un brevísimo paso por Bangkok y un viaje de 12 horas en bus y media hora en lancha, llegué a una isla en medio de la nada con otras 23 personas de todo el mundo. Y ahí estaba él, con sus 190 centímetros de grandeza envuelta en una túnica naranja.
Luang Phi Passura se ganó mi veneración. Supe con él lo que es amar a un maestro y seguirlo con convencimiento sincero desde el corazón. Fueron días maravillosos y agotadores. El cuerpo y la mente se resisten a la quietud, pero él siempre estuvo ahí, con su sonrisa tranquila, con su voz que al entornar un mantra me hacía temblar desde el coxis hasta la coronilla, con sus lecciones simples y transformadoras. Una de las últimas noches del retiro, hicimos una meditación al aire libre, era luna llena, era solsticio de verano. Cerré los ojos, él habló unos minutos y todo lo demás desapareció. Sentí el clic por el cual había rogado a todos los dioses, fui capaz de no sobreexcitarme y de mantenerme allí, en ese lugar al que siempre voy a querer volver, dos dedos arriba del ombligo, donde, como él me había enseñado está el “home of the mind”, todo fue luz y me sentí arropada por todas las estrellas del cosmos.
Luego de esa noche nada volvería a ser igual. Luang Phi me había enseñado cómo llegar a lo más profundo de mi ser. A él le debo el conocimiento de un mundo que me parecía oculto y vetado a los mortales, especialmente a una pereirana parrandadera con un gusto exacerbado por la comida y el trago, que, cuando reza el padrenuestro, se le olvida la mitad. A él, aunque suene new age, le debo mi despertar y con ello la vida misma.
Muchos años antes de aquel viaje, viví como nunca la cercanía de la muerte. Aquella noche todo estaba mal. Él lo sabía. Todos ellos lo sabían. Se abalanzaron sobre mí en la vigilia borrosa que la angustia me permitía tener. Sentí su peso sobre mi pecho, su mirada lujuriosa de ojos desorbitados sobre mi garganta y mi boca entreabierta, el calor de sus muslos temblorosos y calientes que querían cerrarse sobre mi cintura y su saliva caer sobre mis tetas.
Me supe despojada de toda luz y esperanza. Sabía que era una presa fácil y deseable, y que todos los demonios existentes se habían congregado a mi alrededor para hundirme en la negrura de sus dominios. Olvidé todas las plegarias, a todos los santos y a todos los ángeles, y reconocí en ello su victoria sobre mí y el reino de los cielos.
Es hora de que todo acabe, pensé. Todo el dolor, toda mi oscuridad. Me rendí y en aquel acto de entrega, al mismo tiempo cobarde y valeroso, pude abrir los ojos. Entonces los vi. Encendidos y fijos sobre mí, llenos de odio y malicia, ojos rojos como carbones ardientes de las pailas en las que se cuecen todas las perversidades de todos los mundos. Era él, Samael, jefe de todos los satanes, el “veneno de Dios”. Había venido en persona a hacerse con mi alma y follarse mi cuerpo. De mí quedaría un forro blancuzco, arañado, desgarrado, mordido y escupido. Lo sabía.
Esa madrugada helada experimenté el peor de los miedos. No el de la posesión demoniaca, que muchos años después de ver “El exorcista” me seguía atormentando sin tregua, sino, el de sentir cómo se puede enloquecer en tan solo un segundo.
Los ojos satánicos eran el reflejo de los números del radio despertador que tenía al lado de mi cama, que en una triquiñuela inexplicable de la geometría, esa noche lograron reflejarse en las divisiones de aluminio del techo de icopor tan típico de los apartamentos construidos en los años noventa. Toda la escena recreaba a “El Incubo”, aquella magnífica pintura que había visto quién sabe cuándo, en quién sabe qué libro, de quién sabe cuál biblioteca y el protagonismo de Samael, fue obra y gracia de la morbosa curiosidad de leer la “Biografía del Diablo”, libro que, en verdad, nunca debí haber ojeado.
Sin embargo, mi desasosiego era real, como lo era mi tristeza en ese entonces. Por eso, esa noche todos mis circuitos neuronales integraron esa pesadilla y viví un instante de aterrorizante locura en el que entregué mi alma al diablo.
Todavía hoy recuerdo que, aún después de saber que todo había sido una conspiración de mi mente, no lograba reincorporarme. Sentada en mi cama, abrazando mis piernas, lloraba desconsolada, balanceándome hacia atrás y hacia adelante en un péndulo patético, lamentándome por el ánima que había feriado tan fácilmente.
Esa noche no pude volver a dormir y el alba me encontró todavía temblando de terror. Me bañé y me fui para la universidad sin ganas de nada. Todo el día fui un zombi, a duras penas hablé con mis amigos, creo que no comí, solo pasé de una clase a otra, recreando interminablemente la pesadilla y sabiéndome como nunca un ser frágil, débil, sin ningún poder. Caminé por la calle 19 esperando que el bus pasara rápido y en el entretanto me maravillé al encontrar un puesto ambulante en el cual vendían cedés a 5.000 pesos. Le dije al señor que me gustaba el rock y me recomendó lo que él llamó “Lo mejor de lo más nuevo del género” y así sin mirar bien, acepté y le pasé el billete de 10.000 pesos.
Al llegar a la casa me encerré en el cuarto, me puse la pijama, di play a uno de los cedés y me acosté arropada hasta las orejas. Sonó Beautiful day y después Stuck in a moment y después Walk on y supe que U2 había hecho ese álbum exclusivamente para mí. Fue todo lo que necesité en ese momento.
Escuché ese álbum todas las mañanas de por lo menos un año. Se convirtió en la banda sonora de mis amaneceres, en mi solución para todo. Cada pensamiento de derrota lo desvanecían sus canciones, ante cada duda me decía a mí misma: “¡No señora! ¡Walk on! ¡Cuál Diablo, cuál locura, cuál pesadumbre! ¡Hoy no!”. Y, así fue como Bono, The Edge y el resto del combo también salvaron mi vida.
Me maravillo al contar con semejante elenco de personajes como terapeutas, aunque me falta contarles sobre muchos otros. Todos ellos extraordinarios, todos ellos aparecidos ante mí en un conjunto milagroso de sincronicidades que se han conjurado para sacarme a flote, abrirme los ojos, darme cachetadas y besos también. A su lado la vida ha cobrado el sentido simple pero iluminador de ser un viaje imperdible en que la muerte autoimpuesta no tiene cabida alguna.
Sin embargo, si la oscuridad vuelve en algún momento, ya que habita en mí, la recibiré ávida a ver adónde me lleva. Tal vez vuelva a nadar en sus aguas espesas perdiendo por algunos momento las luz de mis ojos y el aliento de mi espíritu, y cuando esté a punto de morir de nuevo, estiraré mis manos buscando un nuevo salvavidas. Después de todo, esta estadía corta en el mundo me parece a mí que es una mescolanza deliciosa de seriedad, desesperación, belleza y simplicidad, así como si uno leyera un libro de Schopenhauer al lado del mar.