Por Peppe Borray
Domingo 21 de febrero, 2010. Aquel kebab hacía digestión en mi estómago revuelto en el momento en el que finalmente, aún pálido, me detuve a contemplar el mítico lago Ness. Decidí ejercer mi independencia del tour y la muchedumbre para quedarme a contemplar la maravilla en solitario y tal vez caminar alrededor para contemplar el paisaje desde todo ángulo posible, mientras los demás turistas insaciables desembolsaban unas cuantas libras más para recorrer el lago en ferry, a fin de no tentar al horripilante kebab, con todo y su repollo de escandaloso color morado, terminar devuelto en estas limpias aguas a causa de otro indeseable mareo. Me habría avergonzado mucho, no tanto por la gente, sino por Nessy, el viejo y querido monstruo que mora en las profundidades.
Pese a que un tour es algo tan opuesto al espíritu aventurero que he procurado cultivar aquí, había resuelto contratar uno teniendo en cuenta que apenas tenía el fin de semana para visitar las Tierras Altas, aceptando el consejo del viejo que me recogió en la estación de Edimburgo ayer en la mañana (el mismo que me convenció de llevarme a su hostal, del cual debí escapar con sigilo casi felino, al constatar el estado de la cama y de la bañera), dado que la línea férrea no llega hasta allí, ni tampoco un bus directo desde la ciudad. Total, el tour, uno de los que pululan en las calles Princess y The Royal Mile, me pareció la opción más realista y práctica, así que acepté el hecho de estar sujeto a un itinerario y a la voluntad de un guía, en compañía de unos perfectos desconocidos con quienes rogaba en mis adentros no tener que entablar conversación.
Parte de mi malestar gástrico fue debido al largo y serpenteante camino desde Fort William, pasando por Loch Tulla, Glenn Coe y Loch Lochy. Fue en Loch Tulla donde el guía hizo una parada y pude al fin tomar aire y recobrar algo de color en la piel, aunque fuera en medio del ataque de un implacable viento capaz de congelar mi cara de éxtasis contemplativo en cuestión segundos.

Siguiendo el camino, al pasar por Glenn Coe, me entretuve con el detallado relato del guía de la famosa masacre ocurrida allí en los años 1600, en los tiempos del rey Guillermo de Orange, y con una música celta de fondo que nos acompañó todo el camino que mantuvo mis pies en constante movimiento involuntario y mi moral en alto a pesar del contratiempo.
A eso de la 1 pm llegamos a Fort Augustus, el punto habitual para apreciar el lago; un pueblito que parece de mentiras, atravesado por un canal que desemboca en el lago, y que tendría 100 habitantes a cuentas optimistas. En busca de algo interesante, seguí hacia el lado izquierdo desde la bahía donde se despliega el lago por varios kilómetros hacia al noreste. Oteando algún sendero por el cual pudiera emprender una pequeña caminata, encontré una tienda artesanal de soplado en vidrio. Sin duda, un material muy apropiado para especular sobre cualquier apariencia que pudiera tener el viejo Nessy, algunas en muy bonitas y esbeltas formas colgantes. El artesano estaba tan concentrado en su oficio con el soplete, que preferí guardar silencio mientras contemplaba los variados souvenirs. Pasó un tiempo mientras decidía qué llevar, hasta que miré el reloj y tuve que dejar el dilema para otro día. Cosa que ahora lamento, porque… ¿cuándo será otro día?

Me habría contentado con simplemente caminar bordeando Loch Ness sin alejarme mucho, pero definitivamente no había un sendero que pudiera seguir sin pasar por propiedad privada, así que volví a la pedregosa bahía donde desemboca el canal y donde el grupo de brasileños que nos acompañaban en el tour parecía recrear su propio carnaval en medio del poco colorido pero majestuoso paisaje.
No es que esperara ver ninguna criatura asomando las orejas y el lomo por el lago. No tengo tanta suerte. Pero sé que Nessy andaba por ahí, surcando las aguas del lago a sus anchas como feliz criatura, evadiendo los lentes de los turistas con maestría. Y allí estuve, pálido y propenso a regurgitar el desafortunado kebab en cualquier momento, pero orgulloso del cometido logrado, ante el famoso lago que forma esa extraña cicatriz de la geografía escocesa, rodeado de colinas glaseadas y un aire deliciosamente puro. Y otro día despejado. No he visto una sola nube, como no las he visto cada vez que salgo de excursión. Qué buen detalle de San Jorge y del cielo británico conmigo, teniendo en cuenta que estamos en pleno invierno.
Entonces, parado en el justo punto desde donde obturé otra potencial postal, caí en cuenta de que nunca había estado tan lejos de casa y que no lo iba a estar en este viaje, aunque la isla de Skye había seducido mi nueva faceta mochilera por un volante que vi en el hostal anoche. Muy tentador, cómo no. Aunque he ahorrado lo suficiente, el presupuesto sigue siendo limitado, y aún queda la Abadía de Glastonbury como punto obligado de este peregrinaje más bien pagano, y creo que será en pocas semanas.
Mientras el grupo del tour volvía, me acerqué al guía y chofer de la van para preguntarle por un castillo en ruinas que había visto en fotos. El hombre, otro amable y buen escocés cuya apariencia me recordó a Paul Jr, de ‘American Chopper’, ya me había decepcionado un poco por no haber hecho una parada en el castillo Stirling (donde esperaba ver la estatua de William Wallace), y respondió que había que tomar el ferry para tener esa foto que aguardaba mi anticuado rollo Kodak. Entonces odié el bendito kebab aún más y, al divisar al grupo de garotos regresando, me guardé en la van para recalentar los huesos, resignado pero finalmente aliviado del traspié digestivo. A los pocos minutos, volvieron los demás, el guía contó cabezas, ofreció galletitas y, sin más novedades, me despedí de Loch Ness y del viejo Nessy para seguir recorriendo las Tierras Altas hacia Pitlochry…